Friday, December 12, 2008

Lezama y Piñera, diálogo difícil y entrañable


por Reynaldo González

Ha hecho bien nuestro colega Ciro Bianchi Ross, en una entrega reciente de este periódico, al refrescar aspectos de la muerte de José Lezama Lima en respuesta a innúmeras lucubraciones que desde siempre lo tomaron como centro. El autor de Enemigo rumor fue uno de los hombres de letra más perseguido por la insidia y la incomprensión.

Era como si esos “rumores” echados a volar despertaran ciertas Aventuras sigilosas —para seguir jugando con sus títulos insoslayables—. En algunas páginas de mis libros he buscado el fiel de una balanza que por momentos se encrespa, en particular en Lezama Lima, el ingenuo culpable, cuya versión ampliada, Lezama revisitado, pronto conocerá la imprenta.

En vida y después de su muerte, su trayectoria estuvo aguijoneada por desencuentros y polémicas, unas por el mayúsculo enigma de su poesía en el utilitarismo literario republicano, otras por disputarle un sitio ganado en buena lid. Dos momentos particulares historiaron esos entreveros: una polémica con Jorge Mañach, en los años cuarenta, y los ataques de Lunes de Revolución, en los sesenta. Luego, buena parte de sus adversarios fueron vencidos por la obstinada bonhomía de Lezama y el reconocimiento mundial a su obra, sin que faltaran algunos recalcitrantes. En ocasiones me imagino su sonrisa de haber vivido el fragmento a su imán posterior a su muerte, cuando acérrimos enemigos se travisten de admiradores: intentan la manipulación donde impusieron la furia y el desprecio, como si todos no hubiéramos vivido por igual la historia.

Al recordar su funeral, Bianchi Ross anotó los nombres que recuerda, bajo el impacto de un golpe que a todos nos pareció injusto, antes de que Lezama Lima recibiera una reivindicación que ya se anunciaba. Lo explica la rápida publicación de dos libros que resultaron póstumos, Oppiano Licario y Fragmentos a su imán, continuación de la novela Paradiso el primero, poemario de signo nuevo en su trayectoria poética el segundo. Al leer la cuidadosa crónica de Bianchi Ross me volví a encontrar en el azaroso ambiente de aquel funeral, viviendo aspectos que iban de la magnanimidad a lo grotesco. En el salón, la llegada de muchos que apenas entraban a la capilla ardiente, ajenos como eran a aquella vida y a aquella muerte. Cumplían un rito oficial. Y me recordé en la pequeña morgue de la funeraria, junto a algunos de los mencionados por el cronista, más el escultor Osneldo García y la pintora Antonia Eiriz, todos aterrados, “ayudando” o estorbando el trabajo de Camporino, a quien le habíamos encargado que hiciera su mascarilla y la impronta de sus manos. El cadáver de Lezama amenazaba con cierto grado de descomposición, además de estar mal acomodado en el estrecho féretro. Era preciso hacerle algunas punciones, a escondidas de su viuda, que se negaba. El trabajo de la mascarilla y la mano devenía, pues, un pretexto, pero fue cierto.

Aquel señor, Camporino, del cual sólo recuerdo su apellido, le había hecho la mascarilla mortuoria a otro grande de nuestras letras, Rubén Martínez Villena, y por ello lo contrató Umberto Peña. Para él era cuestión de oficio. Para nosotros, mover y tratar el cadáver de un ser muy querido y admirado, algo infrecuente y pavoroso. Quizás para romper nuestro sobrecogimiento, mi torpeza al untar glicerina a las manos del cadáver, consideró oportuno improvisar un chiste: “Imagínense si en vez de ser escritor, el muerto fuera atleta, tendríamos que empavesarle las piernas completas”, dijo. José Triana y Antonia Eiriz se abrazaron. Ella, comprendiendo la intención de quien era un simple “operario”, razonó: “El chiste le hubiera gustado al gordo”. Lo traigo a estas líneas con similar ansiedad de romper una tensión que me abandona mientras la evoco.

Me interesa recordar una amistad difícil, pero profunda, la de Lezama Lima y Virgilio Piñera, los dos grandes escritores que más parecen interesar a los jóvenes literatos cubanos de hoy, pese a las peculiaridades nada fáciles de sus obras. Lo de ellos resultó un distendido entrecruce, de los tiempos de intensa colaboración al rompimiento, cuando el otro editor de Orígenes, José Rodríguez Feo, se apartó con su talento y sus posibilidades, fundó otra revista, Ciclón, donde contó con la colaboración de Piñera, y le dio el tiro de gracia a la trascendental Orígenes. Piñera se atrincheró en Lunes de Revolución, junto a los que compartían una visión de la literatura opuesta a la de Lezama. Pero con la publicación de Paradiso “bajo sus banderas”, reconoció la significación imperecedera de esa novela. Lo llamó por teléfono: “Oye, Lezama, yo no puedo estar peleado con el autor de Paradiso”, dijo en un hilo de voz. “Esperaba su llamada”, respondió Lezama, “venga por casa, donde le espera su ejemplar dedicado”. Fue Lezama el primero de Orígenes en comprender la significación trascendente de la obra de Virgilio, como fue primero en tantos asuntos éticos. Hacia el final de su vida, junto con los jóvenes que llegamos a ella, Lezama lo tuvo en su círculo más estrecho. Muchos fueron los episodios memorables en esa contienda de acercamientos y rechazos. Nadie olvida la irrupción de Piñera en la funeraria, desolado e inconsolable. Y existe un poema, El hechizado, memorable como muchos suyos, escrito el mismo día de la muerte de Lezama, 9 de agosto de 1976. En las apretadas líneas de este artículo lo copio para que lo valoren los lectores, algo que no puedo hacer sin emocionarme:

El hechizado


A Lezama en su muerte

Por un plazo que no puedo señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.
Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar
encrespada y terrible que es la vida.
A ti primero te cerró la herida:
mortal combate del ser y del estar.
Es tu inmortalidad haber matado
a ese que te hacía respirar
para que el otro respire eternamente.
Lo hiciste con el arma Paradiso
—golpe maestro, jaque mate al hado—.
Ahora respira en paz. Vive tu hechizo.


Reproducido de: LA VENTANA

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