por Nancy Morejón
Yo atravesaba los jardines del Capitolio, todavía cundido por las viejas cámaras fotográficas de un solo pie, tan pintorescas y características de aquella época. Tropezamos Kauffmann y yo porque llevaba conmigo un ejemplar de la antología Poesía joven de Cuba consagrada a los autores de la llamada generación del cincuenta. Hablamos en español y en francés, según, y nos vimos enfrascados en una simpática conversación acerca de la literatura, La Habana y sus poetas.
“Mis favoritos son Fayad Jamís y Roberto Fernández Retamar”, le dije al germano. Su respuesta no se hizo esperar y me habló de manera profunda de Fayad, pero sobre todo de Roberto, a quien me dijo había conocido en París. Luego lo describió físicamente y solo en la primavera de 1962 pude descubrir ante mí aquella imagen descrita por Kauffmann: un hombre alto y delgado, de pelo negro, balanceándose en un sillón del vestíbulo de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, frente a los inmortales jagüeyes. “¿Aquel será Retamar?”, pregunté cuando ya mi primo Ángel Roberto se me adelantaba para exclamar: “¿Quién otro iba a ser?”.
Roberto Fernández Retamar, editor, traductor y revistero impenitente, desde aquellos días entre 1962 y 1964, fue mi profesor de Estilística entre otras disciplinas. Lo reclamamos a sangre y fuego los alumnos que ya estábamos picados por el bichito de la creación literaria. De entonces a esta fecha, he colaborado con él en las revistas que ha dirigido y en infinitos proyectos culturales suyos, hasta llegar a trabajar bajo su dirección en la Casa de las Américas.
En todo ese tiempo, he necesitado su consejo y he contado con él y he aprendido infinitos conocimientos que me ha proporcionado. Conocimientos librescos y de la vida cotidiana, que son los más complicados. Atento al Círculo Lingüístico de Praga, con sus propias manos construía una escuela mientras revelaba a sus contemporáneos, como alabardero sin tacha, la piel secreta de Calibán y su experiencia trunca en estas islas de las Antillas.
Poeta y pensador de alto vuelo, fiel a su tiempo, podemos enmarcar su obra en el legado martiano junto a Cintio Vitier y Fina García Marruz habiendo fijado en textos memorables la trascendencia de figuras legendarias del siglo XX como Fidel Castro, Ho Chi Minh y Frantz Fanon.
Roberto es una sabia flecha, de carne y hueso, que da siempre en el blanco de una ética rigurosa y humana, llena de amor a la patria, llena de amor a sus semejantes y al acto de fe que es el arte y la belleza como formas de desarrollo y mejoramiento.
Ahora, en sus ochenta, inmerso en un mar de oficios y voluntad, volvemos a desearle, junto a Adelaida, Laidi, Valladares, Teresa, Leyden, Robin y Rubén, que siga alentando su poesía, reino autónomo, y, por supuesto, la mayor de las felicidades cotidianas.
La Habana, 6 de junio, 2010
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