I
Sus manos se encerraron en la oscuridad
para no ser polvo, o sombras.
La inutilidad del pozo del oasis
forzó contra el viento las miradas de las alas,
de esos jinetes apocalípticos.
Tal vez, el camino empedrado de paciencia
le muestre la mujer
que gritó esa mañana, en sus pupilas
y desnudó ante él,
su escarabajo devorador de aliento,
el hueso mismo en su acrobacia metafísica.
No ha llegado el día. Toda la ausencia
reposará deficiente, en el sueño de grandeza,
o en el ojo de buey,
una galaxia casi extinta.
Jamás la marca será suya,
aunque Mamón le haya vendido cien historias,
aunque los pies de sus serpientes,
hayan borrado del futuro
las huellas de su infancia
en una tormentosa tarde. Jamás,
porque aún existe un lienzo
donde a soledad beberse el ojo.
(II)
Mientras góndolas y palomas
ahogan las catedrales,
se suceden eclipses
en las cúspides azules.
Ellos van a contarle a mis mujeres:
He ahí el vértigo de sus vaginas tristes
la dicha, por la que ahora sufren
y lloran, sulamitas, por el beso
de un extraño que nunca les dijo su nombre.
Toda su infancia han de reinventar
ese árbol… genealogía de viento.
¿Fui yo ese rico vagabundo
entre las dunas del bazar
o el amante, que al sol de Venecia
lamía sus femeninos vitrales?
He de llegar al círculo. Existir,
a pesar de la máscara
escondida en una tumba de relojes.
©Daniel Montoly
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