Wednesday, October 18, 2006

AL ESTE DE LA DUNA DEL NIGER
 
                               A mi hija, Ananda y a mi hermana, María.

Los ojos de Aritamazu, comenzaron a dar señales de agotamiento tras escuchar una hermosa historia que le contó su madre, de dos niños que crecieron juntos sin padres en un área remota de la jungla. Se quedó dormido profundo… profundo, tan profundo, que su cuerpo parecía no tener vida.

Esa noche, la luminosidad del cielo era mayor que dos semanas previas, cuando hubo nubosas tormentas que provenían del desierto. Aritamazu comenzó a experimentar una extraña sensación de relajamiento en su sueño, sintiéndose tan ligero como una burbuja, y sin que su pierna izquierda, reducida a un garabato por un ataque de Polio cinco años antes, le fuera un impedimento, su cuerpo podía dar pequeños saltos y quedarse suspendido por varios minutos en el aire.

Se puso un poco nervioso, pero también alegre al poder separarse de la superficie, a la que se sentía atado como por una suerte de desgracia. Sus vivaces ojitos se posaron en las estrellas que parecían pedazos de espejos traídos por los mercaderes del desierto. En un extremo alcanzó a ver la luna y recordó su fantasía, de algún día poder descubrir qué había en ella. ¿Una hermosa ciudad de plata como decían las leyendas de los mayores de su tribu, a donde vive una princesa abandonada esperando a que alguien vaya a rescatarla, y cuyas lágrimas alcanzan a distinguirse por el fulgurante brillo?

La curiosidad y el nerviosismo terminaron confundiéndolo. Volvió a saltar, y al hacerlo, su cuerpo quedó suspendido en una momentánea sensación de burbujear. Miró hacia todos lados y solo estaban él, y las estrellas que atestiguaban su osadía. Dejándose arrastrar por su deseo de aventuras, Aritamazu cerró los ojos y empezó a moverse, buscando ganar más altura. La placentera sensación de ligereza aumentaba a medida que iba elevándose más y más, hasta perder de vista su villa enclavada en la parte baja de una cadena montañosa. Contrario a lo esperado, no sentía pánico o miedo. Mantuvo siempre sus ojos cerrados con la idea de llegar hasta la luna, que permanecía fija en su mente. Sí hacia realidad su sueño nadie en la villa iba a creerlo. Pero eso a él, no lo preocupaba en absoluto, parecía estar hecho de plumas de pajarillos.

Cuando sus parpados comenzaron abrirse como una flor de rayana ante el leve rocío, la luna continuaba atrapada entre sus ojos y el deseo. Se encontró con algo desconocido. Estaba a miles de pies de la superficie y el brillo de los astros ahora era mucho más intenso. Volvió a cerrar sus ojos con la idea fija de estar en la superficie lunar en su cabeza.

De pronto, sintió como si estuviera dentro de un gran huevo transparente. Luego de un tiempo ¡sorpresa! sus pies se tropezaron con rudeza contra algo… Desbordado de entusiasmo, Aritamazu comenzó a abrir los parpados, maravillándose sus ojos con el brillo resplandeciente de la superficie. Era como estar de pies sobre un espejo gigante. E inmenso como la superficie del mar.

Aritamazu se sentó en la luna. Tomó unas rocas con su mano izquierda y las colocó en el bolsillo de su túnica que era de color azul turquesa. La luna era deslumbrante, él niño se sentía abrumado por el majestuoso esplendor del territorio frente a él.

Como era de esperarse, comenzó a buscar con sus ojos la ciudad de plata de la leyenda que contaban los mayores de su tribu, pero no vio señales de ella. Tal vez, estaba en otro lado de la luna o sus habitantes se marcharon a establecerse en otra parte, como acostumbraban hacer, en su tribu. No se cansó, y continuó buscando. Caminó por largo tiempo hasta que su cuerpo comenzó a dar señales de agotamiento. Entonces, se sentó a descansar, quedándose dormido en la parte baja de una meseta rocallosa. Permaneció así por largo tiempo, olvidándose de volver a su villa y a donde sus padres, y sus once hermanos y hermanas lo esperaban. Su madre se resignó a pensar que murió ahogado en el lago Aiunao o despedazado por los cocodrilos.

Desde aquel día, cada noche de luna menguante, se puede ver la imagen de un niño colgando en la luna, y en la parte superior algo difuso, el rostro de una niña que parece sonreír. Por eso los ancianos de la tribu, han cambiado el sentido total de la leyenda sobre una solitaria princesa abandonada en la luna, por la de un niño que sucumbió a sus encantos, y se quedó atrapado dentro de un sueño para siempre.

Daniel Montoly©

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