Thursday, August 7, 2008




HOMENAJE AL ESCRITOR CUBANO, CALVERT CASEY





Obra: Pornoutopia 22
Autor: Álvaro Antón



EN LA CAMA CON RIMBAUD



A Calvert Casey



Dos ángeles caídos en el placentero sentirse humanos más que nunca, bebieron el pecado original como enfermos a punto de ser salvados por la muerte.



Serví una copa de vino para llevármela a la cama, y tomé aquel viejo libro encuadernado con cuero que compré en un mercado de pulgas con la esperanza de mantenerme insomne bien entrada la noche, pero resultó imposible, el cansancio terminó doblegando el estoicismo de mi indisciplina. Empiezo por contarle esto y agrego que no sé cómo explicarlo, pero mi imaginación me llevó. Al ver mi cuerpo suspendido entre la inercia de la ficción y la insana realidad, observé a varios faunos jóvenes caminar desnudos por un inmenso jardín despartiendo con invitados elegantemente vestidos en una bacanal sexual. Parecía una de esas famosas fiestas de Calígula, y fui a sentarme en una silla ubicada bajo la sombra de un ciprés, de donde distinguí la aurora de un chico particular. Era varonil como Escipión, e irradiaba esa infancia primitiva de los dioses efebos, que sentado en la cúspide de algún monte sagrado rige los destinos de los solitarios como yo. No sé lo que me atraía de él. Quizá eran sus labios amanzanados, o su negra cabellera de potrillo salvaje. Percibí cierto magnetismo en ese muchacho de angelical mirada y semblante melancólico.

Sus ojos, eran como los de un búho en medio de mi oscuridad.

Espejos en donde mirar mi sobria soledad de barco sin capitán. Dicen que “la presunción de inocencia es el rostro perfecto para la perversión” porque bastó acercarme a él, para percatarme del origen de mis deseos. Mis ojos no fueron arrastrados por el viento a las dunas de su indiferencia. Su melancolía tomó posesión de mí ser, y fui sintiendo cómo me asaltaba con pasión su torbellino.

Le cuento que al verme, se puso de pies y salió con rumbo a uno de los tantos baños de la mansión. Lo seguí con ese sigilo característico de los amantes que se inhiben por el miedo cuando van a cazar un Minotauro*. Dejó la puerta abierta. No era tan angelical como pensé. Quería ser espiado. Entré y mirándolo a los ojos como un sacerdote mira a su Dios, me arrodillé frente él a besarle los pies, y humedecer mi orgullo en las aguas de su tridente. Luego comencé a acariciarle los muslos con los labios. Me deshice de la camisa de seda, cogí sus manos gélidas entre las mías, y las coloqué en mi pecho ardiente. Sintiendo un electrizante choque de corriente estática entrar en contacto con mi piel, él me detuvo. Salió del baño, y sonriendo levemente, me hizo seguirlo a un gran salón coronado por una lámpara chandelier, y una suntuosa decoración con elementos del Medio Oriente. Allí elegí mi sitio. Me acosté entre almohadones marroquíes color burgundi, y él se hecho a mis pies.

Rápidamente comenzamos a besarnos con la dulzura de dos condenados a muerte. (Tal como celebraban los amantes de Sodoma el solsticio de los hombres.)
De pronto, metió su mano en mi calzoncillo, y al notar la erección robusta de mi pene, sonrió. Comenzó a besarme el vientre, mientras sus manos no paraban de asaltar el olimpo de mis muslos. Me estremecía sentir la tibieza de su saliva humedecer mi intimidad. Sus labios mordisqueaban mi prepucio, al mismo tiempo que sus dedos apretaban mis tetillas con crueldad. Pronto las ventanas que van al precipicio del placer, y del dolor, fueron perdiendo uno por uno sus cerrojos hasta dejarme vulnerable a sus ataques, como Numancia sitiada por los romanos. Nos amamos con desenfreno, como si los heraldos divinos hubiesen anunciado para hoy, el fin del mundo.

Dos ángeles caídos en el placer de sentirse humanos más que nunca bebieron el pecado original como enfermos a punto de ser salvados por la muerte.

Ese jovenzuelo, al que el desenfreno ni siquiera me permitió preguntar su nombre, me hizo revolcarme en las lavas volcánicas, y salir de ella, ardiendo para siempre.

Nada más ajeno a nosotros que los demás.

En ese instante, lo tenía para mí, como un trapecista tiene la soledad de la cuerda para ejecutar su último y fatal número -ante una grotesca muchedumbre hambrienta de suicidio- me pegó en la cara de forma suave, escupiendo en mi vientre, y al verlo hacer esto, el éxtasis fue reclamado por cada pulgada de mi cuerpo con gusanillos de escalofríos que iban engulléndome como anguilas de fuego.

El salón se impregnó del aroma del toro seguido de un golpe sonoro, transformado en el eco de dos libertinos.

Fue él quien primero se incorporó poniéndose de pies. Quise seguirlo pero sentí que sus ojos me pidieron lo contrario. Me fui al baño para refrescar mi rostro con agua fresca. Miré al espejo y comprendí, que el mal me poseía. Nada -antes de conocerlo- me interesaba. Sólo él. “Mi Adonis...”, mi regalo celestial. Pero era una estrella fugaz, de las que satisfacen un deseo, y nunca más vuelves a verlas.

Volví a la fiesta. Procuré sentarme cerca de un solarium rodeado de rosas caldeas. Mis ojos desesperados comenzaron a buscarlo pero ya no estaba. Mi corazón paró de súbito. Por primera vez, mi miserable vida se redujo, al miedo, y al terror de morir. Arranqué una botella de vino de las manos de un sirviente, y comencé a beber ante el desagrado de un poeta marchito que estaba sentado con su musa a mi lado. Esa noche fue la más larga de mi vida. Sólo igualable al éxodo de los judíos en el desierto. Me sentí enfermo y desolado.

Pensará que soy un desquiciado mental, y además, melodramático. Pero cuánto pueda pensar… ya no me importa. He perdido nuevamente la brújula placentera. ¿Quién es capaz de juzgar mi felicidad? Ni siquiera existe -aunque le haya dejado penetrar en mi obscura cueva por el último orificio de mi ruindad- las páginas de este libro, que ahora, sostiene entre sus manos.
Usted está condenado como yo lo estoy, a cargar el peso de mis cadenas toda su vida. Desde ahora, los lectores son mis cómplices, deseando quede en secreto la placentera inmoralidad de su hogar. Desafiaron al mal de las manos en mis apetitos, y cuanto yo disfrute, disfrutarán. Serán eternos, aunque sea sólo al momento de morir. Pero carezco de espíritu materno, tampoco soy tan iluso para pretender que dejará sus máscaras antiguas en el circo, para rendirse a mis dioses.

Son unos cobardes.

Sólo aquellos que le arrancan las plumas, a las alas de razonamiento, y se arrojan al precipicio, pueden alcanzar la ilimitada ebriedad de vivir en sus deseos.

Puedo imaginarme sus rostros con gestos de asco, y el lenguaje corporal de sus hombros deseando verme hundido en el infierno. Pero ustedes, ya viven allí.

Lo desconocen y no necesito que sus máscaras aprueben mi comportamiento, tampoco ese Dios que dejó mis manos libres para elegir su destrucción.

Sé que a partir de este momento, la luz que había en mí, se desterró para dar paso a las tinieblas.

Yo, Verlaine.

Espero que vino, y placer, se apodere de mi vida antes que lápida y larvas.

Verlaine, ¡Verlaine!, grita una horda de mugrientos gusanos por la hipocresía, inquilinos de los favores de la iglesia.

Yo he desertado del bien, para resguardarme de demonios como ellos, y he besando, los espinosos labios de la soledad.

Bebo el zumo de las hiedras del ostracismo. Yo, soy Paúl Verlaine, “pan qui crie et hurle contre l’automne de sa sollicitude.”


Daniel Montoly
2007

* Frase atribuida a José Lezama Lima

0 Comments:

Post a Comment

Subscribe to Post Comments [Atom]

<< Home

Creative Commons License
Esta obra es publicada bajo una licencia Creative Commons.