Me encuentro en los rieles de un dejavú o en el epítome de un sueño astral, recorriendo Varanasis* con un torrente de lágrimas, deslizándose de los solitarios techos de granito rosa de sus otroras mansiones coloniales u observando miles de gatos grises, queriendo arañar las nubes desde la ermita de un meditabundo yogui.
Sumergido en el tráfago sutil de sus colores como un adulto desafecto por la ironía, deseoso de hallar su infancia entre los múltiples rostros parias que circulan sus mercados aborígenes, vestidos con la expresión de la nada en sus ojos parcos. Siempre insertados dentro del sol como carácteres de una ficción jamás narrada, porque las palabras se desmenuzan al escribirlas o porque vuelan al Monte Kailasa, a rendirse a los pies del gran Shiva: Señor regente de la oscuridad, que sentado en un extremo de la infalible rueda, rige un aspecto en la vida de todo ser viviente.
Sentado aquí, como ahora, visiono que estoy bajo el paraguas de una magnolia florecida, mirando el rostro del día, oxigenarse con los aromas frugales de los mangos, jazmines y los barrocos olores que salen de los templos dedicados a Ghanesa y a Shiva. Mientras miles de insólitos peregrinos reverencian sus barbas en las aguas del sagrado Ganges, en el punto de Trivenis, creyendo dejar en ellas las miserias ancestrales de siglos de oscurantismo, impuesto sobre sus espaldas por el sacerdocio del sol.
Pero Varanasis o simplemente Venares como la recordara Borges, descrita por los poetas agnóticos y místicos como “la garganta del universo” por siempre conservará ese encanto, esa aura, de mujer escondida tras su ventanales de enigmas, tras su sonrisa color azafrán, cuyos ojos encantan al extranjero, que desconoce el principio inalienable de la vida así como también su posición dentro de un vasto universo al que no comprende.
En un cara a cara con una piedra, la noche me ha sorprendido, preguntándome en su lenguaje corporal, lo que es sólo comprensible para aquellos que hablan el dialecto de los tres triángulos lunares: “La muerte he narrada aquí, como la historia de una puerta, no hacia lo desconocido sino una parada del interminable tren, que es la existencia individual dentro del círculo del danzante.
Daniel Montoly©
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