UGO MAYO.
Puede acalambrarlo el mar
Alimentarlo el anzuelo
La fiebre del deseo apenas devorarlo
La tercera ebriedad, en la insistencia
de Dios, ponerlo de rodillas
El mito de sirenas, dejarlo sin mareas
Y pensar que podría conquistarlo,
el oleaje perdido
Despertarlo, el sollozo de un pez
Lavarle el corazón, la correntada
A deshoras, va retratado en la sombra
de la extraña gaviota
La mano trasnochada del ahogado
llevándolo al suicidio
El grito evocado del tiempo,
poniéndolo en esdrújulo
Su regreso fatal, soldando los recuerdos
Y con qué hondura, su risa desdentada
El monólogo de la ola que se atrasa
Los presagios de una temida virazón
Lo inquieta casi siempre,
la nostalgia del inesperado tiburón
Y hasta de topadillo, la siesta
del picudo en su harem
Cómo le dan la bienvenida,
el alfabeto de las pequeñas caracolas
los delfines nadando boca arriba
los ojos del atún enamorado;
las algas que han pecado
Y lo asustan en su susto,
la histérica tortuga que lo tienta
la falsa de unas velas
el choque de las olas;
la algazara del viento
Pero el día de su onomástico,
el silencio del mar
Y todavía, nada
Recorriendo un camino encontramos pisadas
-las pisadas de un buen buey bisabuelo-
Y casi escondido, en una charca cercana,
lanzaba piedrezuelas
un anciano desconocido,
como si fuera un niño
Bello joven
si no llevara un otoño en cada mano!
El viento era una larga bodequera
disparando hojas secas,
para adornos de una zapatilla
Y observando sobre lentes opacos,
el anciano borraba todas las pisadas
Sólo le quedaba
un buen capitulo de novela corta
Después, podemos vernos siempre,
como cualquier farol chino,
en un barrio del pueblo!
Partida de defunción
Almorzó opíparamente.
Comió a la decimonovena hora.
Lo hizo como si hubiera salido de una huelga de hambre,
durante dos semanas.
En el momento de la cena era cadáver.
Estuvieron acompañándolo
sus dolidos parientes en el desayuno.
Minutos desesperados los que vivieron,
al ver que el muerto no podía servirse café con tostada.
Se apresuraron, la mamá y sus hermanos,
para mandar a ennegrecer sus vestidos.
Acordaron llevar trajes de color más obscuro
durante ciento ochenta días.
Sólo el padre, con ahogo,
Vistió de luto al instante,
-guardaba el traje de las primeras nupcias
40 años que desafió a la polilla la naftalina-
y mandó, luego, a dar bola al calzado.
Este óbito trajo redonda ganancia a nuestros rotativos.
Cada diario cobró mil doscientos sucres
para avisar el finamiento de Alejandro.
Se indicó que el féretro
debía entrar por la puerta N.* 6 de la necrópolis,
y que no le enviaran ofrendas de florales.
Aunque se tuvo duda, el duelo resultó numeroso.
Luego, encerraron a Alejandro en su nueva habitación,
y le taparon la puerta.
Usaron, para dicha finalidad,
harto ladrillo y doble capa de cemento.
Querían, así los familiares,
evitar que el tahúr reiniciara su vida disoluta.
Hugo Mayo
(Miguel Augusto Egas)
(Ecuador, 1898-1988)
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