Fue la vida de Alfonsina Storni una búsqueda constante de un orden más justo para las mujeres. Como ha dicho Blas Matamoro: “La mujer, con Alfonsina, deja de ser el fantasma de sí misma y adquiere carne y hueso, buscando en la palpitación corporal su verdad y su libertad”
por Juanita Conejero
Un 25 de octubre del año 1938, en el espigón de la playa de La Perlas, en Mar del Plata, se arroja a sus aguas la poeta argentina Alfonsina Storni. ¿Qué otros poemas iría a buscar? Así en la obra de Félix Luna, convertida en conocida canción latinoamericana e interpretada magistralmente por cantantes como la recién fallecida Mercedes Sosa, Violeta Parra y la cubana Maureen Iznaga, entre otras, se resume el final de una vida de inquietudes y angustias infinitas. La canción allá en el fondo del mar, con la caracola y la soledad, imprimiéndole a la melodía el terrible desenlace del suicidio.
Días antes, la despedida: “Voy a dormir”, poema final escrito al borde del abismo y enviado por la poetisa a La Nación de Buenos Aires, trasciende avatares y delirios, ensombrecido de espeluznantes pretextos: Déjame sola: oyes romper los brotes/te acuna un pie celeste desde arriba/y un pájaro te traza sus compases/para que olvides…Gracias... Ah, un encargo/si él llama nuevamente por teléfono/ le dices, que no insista, que he salido/.
¿Qué íntimos dolores, qué insatisfacciones, qué desamor habrá conducido a esta fatigada creadora a tan drástico final? Quizás la dolencia inevitable que le rasgaba la vida; la muerte meses antes de Horacio Quiroga, amigo y amante; tal vez las demoníacas incomprensiones del medio poético agresor contra el feminismo; los desdenes de un Lugones y un Borges que nunca comprendieron; o a lo mejor el devenir existencial, desde sus primeros años de tormento y desesperación, que jamás la abandonaron.
No es hasta 1963 que son trasladados sus restos para el cementerio de la Chacarita y guardados en el recinto reservado para tumbas de personalidades. Muchos años descansó en la bóveda de una familia amiga, después que fue velado su cuerpo en el Club Argentino de Mujeres, donde el escritor Manuel Ugarte, amigo y socialista, dejó emocionadas palabras, aquel día fatídico de octubre.
Nació Alfonsina un 29 de mayo de 1892 en la Sala Capriasca, un pueblo de montaña en Suiza. Los padres, emigrantes en Argentina, habían regresado a su tierra. Pudo la niña haber nacido en América. De hecho casi lo fue, porque de regreso a Buenos Aires a pocos años de vida y hablando el italiano, aquella niña parecía volver a nacer.
De muy cerca le venía el arte: la madre Paulina, maestra, pintora, soprano, amante del teatro. De muy cerca también la depresión: el padre agobiado de crisis económicas no sabe dónde posar su vuelo, y hasta la niña trabaja cuando la vida se estrecha y parece cerrar el cerco. El padre muere cuando Alfonsina tenía catorce años. Ya a los doce había escrito sus primeros versos. A los 16 se lanza a la aventura de participar en una compañía itinerante de teatro, como actriz. Abandona estos propósitos y se hace maestra.
En 1911, las relaciones con un hombre casado. Después un embarazo que la hace asumir la vida de madre soltera. Tiempos de duro bregar la esperaban. La amistad con Manuel Ugarte y Carolina Muzzilli la ayudan a afianzar posteriormente sus avanzados criterios sociales. Después, el amor libre y la muerte como parte de la vida conforman sus más acendradas convicciones existenciales. Pude esta noche con piedad infinita/ pude amar al primero que acertara a llegar/ /nadie llega. Están solos los floridos senderos/La caricia perdida, rodará, rodará...
Y aquel libro primero, De la inquietud del rosal, que en franca confesión escribió exclusivamente para no morir y sólo tenía veinticuatro años. El rosal en su inquieto modo de florecer va quemando la savia que alimenta su ser /Fijaos en las rosas que caen del rosal/ Tantas son que la planta morirá de este mal!
Nadie se daba por enterado de su poesía. En aquellos años rubendariana por excelencia, cuando la vanguardia avanzaba con recelosos rivales como el propio Leopoldo Lugones, que ni siquiera contestaba sus cartas. A pesar de ello, transita por los senderos poéticos, define su ideología de izquierda, participa en cenáculos literarios con toda su fuerza y canta a los niños masacrados por la Primera Guerra Mundial. Jesús, Jesús, desciende del madero/y ven hasta la tierra, esclavo del martirio/que en los campos se cuaja la sangre y el delirio/De matar, acicate al infeliz obrero/ ¿En dónde estás Jesús? Levántate, ilumina.
Es tan joven y en 1917, recibe ya su primer homenaje público. Colabora en revistas, defiende criterios de género y en 1918 publica su segundo libro El dulce daño, con aquellos versos que recuerdan a Sor Juana y se convierten en clásicos de la poesía de nuestro continente: “Tú me quieres alba”. Tú que el esqueleto/conservas intacto/No sé todavía/Por cuales milagros, Me pretendes blanca/(Dios te lo perdone),/ Me pretendes casta/(Dios te lo perdone/./Me pretendes alba. En octubre también, cuando apenas contaba con veintidós años, recita sus versos en el Cine-Teatro Radium, en la calle Rivadavia y en 1917, su primer homenaje público, a sus veinticinco años.
Los poemarios se van sucediendo. No deja de escribir: Irremediablemente, Languidez, Ocre, Poemas de Amor, Mundo de siete pozos y Mascarilla y trébol, entrelazados con El amo de este mundo, comedia en tres actos, sus Farsas pirotécnicas de 1932 y sus seis piezas de teatro infantil. En 1938 la misma poetisa organiza su Antología y treinta años después de su muerte aparecen editadas sus Poesías completas. En 1998, se publica una selección de sus ensayos y en 1999 otra antología poética.
A lo largo de andar creativo, Alfonsina fue descubriendo nuevos senderos que van desde Ocre hasta Mundo de siete pozos, donde va dejando atrás el tono modernista para dar paso a audaces hallazgos, que iluminan su obra: “la cabeza redonda como dos planetas”, “las catacumbas que inician las orejas”, mientras “la luna caza fantasmas con sus patines húmedos”.
En su último poemario, Mascarilla y Trébol descubre una descarnada naturaleza, mucha más sobria que la que presentaba en sus primeros textos, una retórica firme invade todos sus misterios.
En 1919 la hacen ciudadana argentina. Habían pasado años de aquel regreso de Suiza buscando el mar desde Génova, ese mar que aun desde muy niña, con un sentido trágico, la hizo estremecer: ¡Oh mar, enorme mar, corazón fiero/ de ritmo desigual, corazón malo./ yo soy más blanda que ese pobre palo/ que se pudre en tus ondas prisionero.
Fue su vida una búsqueda constante de un orden más justo para las mujeres, víctimas perpetuas de la deslealtad de los hombres. De su poema “Hombre pequeñito”, son estos versos: Estuve en tu jaula, hombre pequeñito/hombre pequeñito que jaula me das/Digo pequeñito porque no me entiendes,/ni me entenderás.
Como ha dicho Blas Matamoro: “La mujer, con Alfonsina, deja de ser el fantasma de sí misma y adquiere carne y hueso, buscando en la palpitación corporal su verdad y su libertad”. A veces en mi madre, apuntaron antojos de liberarse, pero se le subió a los ojos una honda amargura, y en la sombra lloró y todo esto mordiente, vencido, mutilado todo esto que se hallaba en su alma encerrado, pienso que sin quererlo, lo he libertado yo.
Desarrolla actividades magisteriales, periodísticas, obtiene premios, estrena su primera obra teatral y es incluida en importantes antologías poéticas. Trabaja incansablemente por crear la Sociedad de Escritores Argentinos y cuando lo logra, es apartada de los cargos de dirección, integrados únicamente por hombres escritores. Viaja a Europa, (España, Francia Suiza) y una segunda vez a España, con su hijo Alejandro. Intercambió con la generación del 27, en la España de aquellos tiempos. Conoció a Federico García Lorca y a Gabriela Mistral, en Buenos Aires.
Años de dura prueba fueron a partir de 1935. Operada con un pronóstico desalentador y bajo una fuerte presión en años sucesivos, los suicidios de Horacio Quiroga, de la hija del escritor, Eglé y el de su enemigo literario, Leopoldo Lugones, conmovieron su espíritu. Débil mujer, pobre mujer que entiende/dolor de siglos conocí al beberlo/oh, el alma mía soportar no puede/ todo su peso.
Y entonces, en enero, una invitación del Ministerio de Instrucción Pública, un Encuentro en Colonia, Uruguay. Las tres voces más destacadas de la poesía femenina de América: Alfonsina, Juana de Ibarbourou y Gabriela, reunidas aquel año de 1938. Sólo faltaba Delmira. De no haber muerto en 1914, allí estuviera. Alfonsina llegó al encuentro, con un singular título para las palabras que iba a pronunciar: “Entre un par de maletas a medio abrir y las manecillas del reloj”.
Mujeres destacadas de principios del siglo XX, en la literatura latinoamericana, mujeres de amor, de misterios y de muerte, reunidas como diría Alfonsina, cuando agrio está el hombre /sobre el mundo/ balanceándose /sobre sus piernas. Aquel encuentro fue el último para la poetisa. Y el mar esperándola, con su mágico rumor en las tristes horas que posteriormente se desgranaron y el poema premonitorio, en un “Adiós”, motivado como ella misma diría, por “el aletazo de la soledad”: ¡Adiós para siempre mis dulzuras todas!/ ¡Adiós mi alegría llena de bondad!/¡Oh las cosas muertas, las cosas marchitas,/las cosas celestes que no vuelven más!
Tomado de La Ventana
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