Tuesday, May 10, 2011

Margo Glantz: “Me preocupa el cuerpo en todos sus contextos”


La notable autora mexicana, de la que se ha publicado recientemente su obra reunida, subraya que su obsesión ha sido siempre “el cuerpo erótico, el cuerpo violentado”. Sus textos, ajenos a toda complacencia estética, desarticulan cualquier frontera genérica

por Silvina Friera

Los “engendros” magistrales de la escritora mexicana, la mujer que se obsesiona con el cuerpo ―los pelos, el pie o los dientes―, desarticulan fronteras genéricas. Su literatura, bellamente fragmentaria, elusiva a la clasificación que fosiliza muchas veces las interpretaciones, obligaría a inventar un género en sí mismo: el género Margo Glantz. Aunque tal vez, una vez permitido el artilugio “teórico”, seguramente ella, una hormiguita viajera que a los ochenta y un años sigue desplazándose de un continente a otro como si tuviera veinte, se las arreglaría para superar esta etiqueta. Para que envejezca tan rápidamente como se la proclama.

En el prólogo a su Obra reunida (Fondo de Cultura Económica), Glantz plantea que hablar sobre su propia escritura es “difícil”. Lejos de la reticencia que supondría esta confesión, la autora de Las genealogías y Saña, entre tantísimos textos, cultiva una oralidad deliciosa, labrada con su excepcional sentido del humor, a la hora de entregarse a repasar su vida y sus libros.

“Una sutil trenza dorada ―para empezar con una metáfora cercana a su poética― recorre los textos que Glantz ha venido escribiendo por lo menos desde los años setenta ―subraya la crítica argentina Celina masón―; podría decirse de ellos que constituyen un texto único aunque no en un sentido próximo al que fue adjudicado tradicionalmente al modelo balzaciano.” Carlos Monsiváis ha dicho que la escritora mexicana “ha creído en el placer inagotable del texto”.

Glantz deslumbra con esa trenza dorada, íntima, profunda y fresca, que se alimenta de sí misma. “No sé si es una escritura fresca, eso depende de la lectura; la reviso tanto que acaba dándome náusea: deja de ser fresca. Es una saturación, en última instancia, que me sorprende a mí misma. Quizá me sorprende que pueda escribir; siempre pensé que iba a escribir pero que iba a dejarlo para más tarde. Empecé a escribir bastante tarde, y sin embargo fue algo completamente natural que no sé si me sorprende todavía”, dice Glantz a Página/12.

¿Por qué postergó tanto la escritura?

―Lo que escribía no funcionaba dentro de las estructuras tradicionales. Un profesor al que le llevaba mis textos me dijo: “Escribes bien, pero todo parece perlas sueltas, falta hilvanarlas”. Me quedé con la idea de que eran cosas muy aisladas que no tenían asidero. Luego me di cuenta de que ese era el sentido de mi escritura, trabajar los fragmentos y darles formas, junto con otros fragmentos que aparentemente no tenían ninguna conexión. Trabajo coleccionando cosas, pequeñísimas a veces, que son obsesiones mías y que aparentemente no tienen ninguna relación. En un momento dado, ese conjunto de pequeñas frases o de pequeños textos que voy escribiendo van teniendo una relación oculta, misteriosa entre sí, que ni yo misma sé exactamente qué es, pero que de última instancia acaba conformando una textualidad.

Las genealogías, publicado en Argentina por Bajo La Luna, fue un libro que se inició como folletín. “Yo tenía una columna en el periódico unomásuno y publiqué un texto sobre un acontecimiento familiar complicado ―recuerda Glantz―. A la gente le interesó mucho, y me pidieron que siguiera escribiendo sobre esos temas. Y decidí que iba a entrevistar a mis padres para hacer pequeños textos y poco a poco se fue organizando un libro. Y mi vida también. Porque me di cuenta de que empezaba a conocer a mis padres, su pasado en Ucrania, en la Unión Soviética, de dónde venían ellos, qué tipo de mundo conocieron que yo desconocía, qué significado tenía que yo hubiera nacido en México”.

En Las genealogías cuenta que a veces su padre corregía la infancia de su madre. ¿Corrigió los recuerdos compartidos, aquellos en los que usted ya era testigo?

―Yo transcribí las grabaciones; era evidente que era necesario reestructurarlas, darles un hilo conductor, porque si no perdían todo sentido; eran textos que necesitaban organizarse para que tuvieran un significado más completo. Muchas veces agregaba cosas que pensaba que ellos pensaban. Así que en ese sentido, quizás corregí la memoria de mis padres.

En ese libro recuerda también el azar que hizo que un barco holandés con sus padres a bordo llegara a México, cuando en realidad el destino final era Estados Unidos. ¿Qué impacto tuvo esta cuestión del azar?

―Ese azar rige todas las migraciones, porque la gente que migra probablemente tenga un destino definido, pero ese destino puede cambiar a lo largo del trayecto. En el caso de mis padres, podrían haber llegado a los Estados Unidos, porque mi padre ―que tenía familia en Filadelfia― recibió dinero para irse con mi madre y dos hermanas de mi padre, para que tomaran un barco rumbo a Filadelfia. En el trayecto, un poquito antes de que iniciaran el viaje, se decretó una ley que ponía una cota para los inmigrantes en Estados Unidos: solo los padres podían entrar. Cuando mis padres tomaron el barco, sabían que se dirigía a América Latina, que pasaría por Cuba y Veracruz (México). Al llegar a Cuba, advirtieron que si les daban diez dólares más podrían llegar a México; entonces el capitán del barco les dio diez dólares y yo nací en México (risas).

“Yo conocí a la familia materna en el año ’81, poquísimo antes de terminar el libro, porque decidí que no podía terminar Las genealogías si no conocía la tierra donde habían nacido mis padres, ver un poco el paisaje, escuchar el idioma, sentir la comida, los olores. Corroboré que las famosas estepas de las que hablaba mi padre, que era poeta, no tenían nada que ver con las estepas que me imaginaba. Yo fui la única que me atreví a ir a la Unión Soviética y conocer a mis primos hermanos”.

Como acostumbra, Glantz evoca ese encuentro con la punta de lanza de su exquisita ironía, que le permite exprimir sonrisas y carcajadas donde abundan las lágrimas.

“Cuando llegué a Odessa, me alojé en un hotel que estaba en la calle Lenin, pero mis primos vivían en la calle Marx. Llegué, toqué el timbre y me abrió la puerta una señora. Yo no hablaba ruso, hablaba muy mal idish, y le dije en español: ‘Mi, Margo Glantz’. Nos besamos, nos abrazamos; me llevó a la casa, que era muy pequeña, muy precaria. Tenía una mesa en la sala y debajo de un vidrio estaban las fotografías de mi hermana mayor y la mía. Somos cuatro hermanas; las dos menores no merecieron tener una vitrina en la casa de mi prima. Pero yo me vi en esa foto, cuando tenía cuatro o cinco años, con la cabeza llena de rulos. Me emocioné mucho; las dos nos pusimos a llorar. Eso fue una unión de lágrimas”.

Ha confesado que es una gran llorona, ¿no?

―Ahora ya no lloro, pero lloré mucho de chica. Mi padre decía que había nacido en un campo de cebollas (risas). Pero luego la vida me endureció.

“A mí nunca me gustó mi nombre ―se lee en Las genealogías―. Abundan las Margaritas en la literatura nacional como lo demostró muy bien Gabriel Zaid: Margarita Gautier, Margarita Ledesma, Margarita está linda la mar... Margarita Glantz, Margarita (...) Tarareo la letra del tango: ‘Ya no sos mi Margarita, ahora te llamás Margó’ (...). Además, cuando me dicen Margarita siento que sigue el regaño, también la lenta y progresiva mutilación de los pétalos, y la monótona letanía de si me quiere mucho, poquito, nada, y vuelta a empezar”.

Glantz vivió su infancia en un barrio pobre de la ciudad de México. Su padre, un poeta en lengua idish, tenía una zapatería. Cuatro hermanas dormían en una única habitación. “Para poder sobrevivir leía muchísimo a Julio Verne o a Alejandro Dumas y escuchaba tangos. Rosita Quiroga, por ejemplo, era mi adoración. Esa canción maravillosa, ‘Negro mío... tarde comprendí tu inmenso amor...’; desde los diez años la llevo en mi corazón”, reconoce la escritora.

El viaje es muy importante tanto en su vida como en su literatura. Alguien que viaja constantemente, ¿cómo compatibiliza ese moverse con escribir, cuando la escritura se supone requiere reposo, quietud, estar en un lugar?

―A veces estoy en mi casa (risas). Tengo una cualidad muy grande y es que cuando viajo, escribo. En mis viajes, todos mis compañeros lo primero que hacen frente a un lugar, no importa cuál sea y en dónde sea, es sacar una cámara. Casi no ven los lugares por sacar fotos. Lo que siempre hago es escribir diarios. Y esos cuadernos de viaje sirven para una escritura más organizada. Trato de transcribir esas anotaciones lo más pronto posible, porque mi caligrafía es tan mala que a veces no entiendo lo que escribo. Otra cosa que ha sido un asidero es la colaboración periódica en los diarios, que me obliga a escribir. Por más que esté en movimiento, me detengo un momento y me dedico una mañana a pasar mis notas. Esto me ha permitido combinar el estatismo con el dinamismo de una manera mucho más coherente.

¿Cómo explicaría esa obsesión que tiene con el cuerpo?

―Siempre he tenido interés por el cuerpo erótico, el cuerpo violentado. He sido profesora en la universidad por más de cincuenta años, y uno de los temas que me ha preocupado es el cuerpo en todos sus contextos: el cuerpo erótico y el cuerpo enfermo, el cuerpo fragmentado. He trabajado mucho a Sor Juana Inés de la Cruz y a las monjas de su entorno. El cuerpo femenino en los conventos es sometido a un intenso trabajo de deconstrucción, de violencia, para que ese cuerpo se convierta en un cuerpo santo, hasta perder todas las características de lo femenino, porque se pierde hasta la menstruación por las flagelaciones. Después de que han acabado con su cuerpo, pueden empezar a ser místicas. Ese tipo de relación entre la mística y la ascética y los ejercicios corporales que las monjas hacían las obligaba a concentrarse en el cuerpo y encarnizarse contra él.

¿Quizá le interesó tanto el cuerpo porque no había sido trabajado literariamente?

―Creo que sí ha sido trabajado, pero el cuerpo femenino era un cuerpo objeto. Trabajé muchos escritores, Flaubert, Balzac, Stendhal, para los cuales el cuerpo femenino era el territorio de la ficción. Cómo se veía ese cuerpo, cómo se atendía, cómo se escribía, cómo se fragmentaba, fue uno de los objetivos principales en mi docencia. Es un tema que me obsesiona profundamente; a medida que fui fragmentando el cuerpo, lo fui destazando en mi propia literatura. Tengo textos en donde el pelo es el protagonista; en otros los senos, los pies. Ahora estoy escribiendo un libro sobre los dientes. ¿Por qué esa obsesión con el cuerpo, con la fragmentación del cuerpo? No lo sé explicar muy bien.

¿Cómo fue su ingreso a la Academia de la Lengua Mexicana? ¿Es un ámbito que sigue mirando con cierta desconfianza su literatura?

―Sí, creo que la sigue mirando con desconfianza. Cuando entré a la Academia, al poco tiempo salió Apariciones, un libro erótico en donde la sexualidad está trabajada de una manera muy descarnada, y el presidente de la Academia me dijo: “Margo, ¿por qué escribes esas cosas tan feas, tú que eres una muchacha tan buena?” (risas). Estar en la Academia es un honor, pero también un aburrimiento.

¿Qué es lo que la aburre?

―La Academia es como una morgue. Cuando llegué había una cantidad de gente que se iba muriendo, entonces creía que me iba a morir pronto. No sé si me produce terror o aburrimiento... Aburrimiento por la cantidad de muertos; terror porque voy a ser la próxima (risas). Soy muy poco académica.

Tomado de Página/12

Tomado de La Ventana

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