ELISEO DIEGO.
Mirar a una muchacha refresca,
como el olor de una rosa la tiniebla
pesadamente infinita del aliento.
Mirarla es como una palma,
esbelta madre joven
y bendición criolla de las noches diáfanas.
Crecida en sombra de las Vegas,
la muchachita vegetal, con la toca
de serenísimo hilo, por el aire
conocedor del Domingo mencionada.
Mientras la iglesia en imagen te aquieta,
dulce aroma del tiempo, hija del hombre,
mirarte es un orgullo melancólico.
EL POBRE
Éste es el pobre cuyo rostro ahondan
los fatigosos pasos de su vida
como a la piedra ahonda la temida
costumbre inapelable de la ronda.
Éstos los surcos rígidos de sombra
donde no corre mansa la sonrisa,
cauce cavado en lívida ceniza,
tal es el surco que su boca asombra.
Henchida de tiniebla permanente
su nariz es la bestia que se ampara
junto a los ojos a su noche abiertos.
Y quien es éste, níveo de relente,
que las aguas nocturnas apartara
resplandeciendo casto al descubierto.
El color rojo de los pueblos antiguos,
fervoroso y tenaz en la memoria
del almacén nocturno arde
como borroso puño y escritura
sagrada y ágil máscara de fiebre,
de tal forma que nunca
podremos descifrar
el angustiado parlamento,
el discurso veraz y las noticias
seniles de la fiesta que acabó muy tarde,
cuando el color rojo
de los pueblos surgía
en las cenizas del alba como el silencio
en la intemperie del andén último, que mira
el desolado sueño y la inquietud de la seca
y el color rojo
de los muros finales, ásperos,
el color rojo, el cansado color
que nunca pierden, casi como razón de fe,
como la piel amarga,
como la fe sedienta de los pueblos.
Puesto a leer los tintes ocres, verdes, plateados,
con que Flaubert recrea el tiempo ido
de una provincia inexistente—los secretos
encajes de rocío en el jardín de Tostes
tan vago ya como frágiles el día
en que Flaubert los vio quién sabe dónde;
y más, en fin, los suculentos
trozos de carne cruda, sonrosada,
temblando aquí cuando golpean
allá el primor de la espinaca;
y luego el campo, el bosque, los caminos
que apenas son una ligera urdimbre
a la terrible luz del estar vivo
con el libro de un muerto entre las manos
--todo este mundo que lo sobrevive
tan lejos de él como el deseo lo quiso
para librarlo de su propia nada;
puesto a leer el ocre, el malva, el oro,
pienso en el tiempo en que se vuelvan humo,
apagado el rumor, ida la página,
hechos humos los ojos que lo abrigan
y oculto él mismo en la memoria de la escarcha.
Escribe: Un hombre, allá en su estancia, en lo más hondo
del claro palacio de la lluvia, ¿no es como un dios a quien
obedecen oscuramente, aun sin saberlo, todas las criaturas?
El árbol lo escucha desde su intemperie, y en la conciencia
húmeda de los grillos está como el sueño.
Cuando lo llaman a comer y su familia se reúne alrededor
de la mesa, a través de la luz solemne, y comienzan
a volar las palabras, algunas con vuelo corto, y que caen
sordas, y otras de vuelo tan ágil; o cuando encienden la lámpara
en el portal, y se arropa en la luz frente a la noche;
entonces no –entonces pasa como ignorándolo todo.
Pero allá, en lo más hondo de la lluvia, oscuramente sabe
que él dispone la fiesta de las hojas más lejanas; oscuramente
sus dedos mueven los hilos de las nubes nocturnas;
y oscuramente se le olvida como a un dios –como a un
dios que compasivamente se distrae y contempla el sentido
de sus manos, allá en lo más hondo de la memoria.
ELISEO DIEGO
2 Comments:
muy buena la entrada, no había leído la poesía de Eliseo Diego, autor que admiro a partir de sus microficciones. Gracias por este regalo. Saludos, Marta Ortiz
Hola Marta! Un placer encontrarme con tu comentario sobre la poesía de Eliseo Diego, me alegro que hayas descubierto esta otra faceta de este gran escritor cubano del siglo xx. Un abrazo.
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