Thursday, February 17, 2011

La gran locura de ser escritor

por Mabel Machado

Entrevista al escritor y periodista cubano Jaime Sarusky, a quien está dedicada la 20a. Feria Internacional del Libro, Cuba 2011: «Por disciplina, hay que escribir todos los días. Si consigue diez líneas será magnífico, pero si escribe dos estará muy bien»

Cuando Jaime Sarusky me recibió en su apartamento, me extendió la mano y comenzó a tratarme de “usted”, enseguida noté las coincidencias con lo que había leído en una entrevista que le concediera en 2005 al historiador y periodista Ciro Bianchi: la amabilidad del escritor, el lugar desordenado, el caos de la biblioteca, los cuadros de pintores cubanos, la luz que entra desde el balcón y se apodera de la sala donde conversa con las visitas. Crucé los dedos para no correr la misma suerte de Ciro, para que aquel hombre alto apodado El Tigre, que estudió en La Sorbona con Roland Barthes, que mereció dos veces mención en el Premio Casa de las Américas, el Alejo Carpentier y el Nacional de Literatura, no se convirtiera también en el más difícil de mis entrevistados.

Elegí sentarme en una comadrita, de espaldas a la calle y de frente a los libros. Jaime se acomodó en un asiento de mimbre blanco y preguntó primero: “¿Vio anoche el programa Escriba y Lea?”. Respiré de alivio. No fui yo, sino él, que conoce bien el oficio periodístico, quien se encargó de amenizar el comienzo de la charla. Le conté lo que había dicho la Doctora María Dolores Ortiz tras descubrir las pistas que lo propusieron a él como “personaje incógnito de la noche”. Arqueó las cejas varias veces, porque “una cosa es la simpatía a nivel estrictamente personal y otra es decirlo en un programa de televisión” y rápidamente me exhortó a empezar con las preguntas, “para no distraernos”.

Una llamada imprevista le había anunciado la noche anterior algo que le cambió los planes del día. No parecía muy contento con la idea de ir a ensayar otro programa de televisión a las 12 y que con ello se limitara el tiempo de nuestro diálogo; pero esto formaba parte del ajetreo de la Feria del Libro, dedicada a él y a Fernando Martínez Heredia este año. A Sarusky ya no le van muy bien tantos trajines. Le avisa hasta su propia voz en la contestadora que recita lentamente su número de teléfono, y la computadora, ubicada en medio de la sala, que da fe de la centralidad y la urgencia que concede este hombre al acto de escribir. Porque escribir fue lo que quiso siempre, fue su “mayor locura”; y ahora su mayor obsesión es tener fuerzas para terminar al menos dos de sus próximas novelas.

Me apuré para averiguar todo lo que pude sobre Sarusky hasta el punto en que, en broma, me sugirió que yo preguntaba mucho. Lo interrogué a él y a las cajas y estantes de libros, a las marquillas de tabaco colgadas en el pasillo sobre lomitas de papeles en los que apunta los recados, al cuadro de Zaida del Río, a la oscuridad de la cocina, a la jaba y los dos panes que trajo el mensajero. Él rió mucho con aquella conversación anárquica, sin orden cronológico alguno, y me interrumpió, con delicadeza, cada vez que mis comentarios le sugirieron alguna idea.

Se le ha dedicado la 20a. Feria Internacional del Libro de La Habana. Para un escritor tal vez lo más interesante no sea convertirse en el centro de determinados homenajes ―además de que esto propicia la reflexión en torno a la obra propia―, sino la publicación de sus libros.

―Yo mismo estoy sorprendido con esto. Una de las primeras sorpresas para mí fue que a la Editorial Unión le interesara hacer una reedición de Los fantasmas de Omaja. El libro se publicó por primera vez hace veinticinco años y yo pensé que ya no interesaría. Pero una editorial sabe muy bien lo que puede interesar y lo que no; puede equivocarse, pero en principio tiene información suficiente sobre las inquietudes de los lectores e incluso algunos editores con respecto a la literatura.

»Los fantasmas… podía tener la desventaja de que uno de los trabajos que se publica es sobre los suecos en Cuba, y había dado lugar trece años más tarde, a que apareciera otro libro: La aventura de lo suecos en Cuba. Me hizo muy feliz que se decidiera publicar la historia de los suecos; pero también la de los norteamericanos en Omaja (Las Tunas), los hindúes en el Valle de Guantánamo, los japoneses y los yucatecos, porque muchas personas me habían preguntado por este texto y su posible reedición.

»No esperaba que la editorial se fijara en un libro publicado hace un cuarto de siglo; pero ocurre también que este es un pueblo de lectores, que hay varias generaciones cultivadas ―no digo intelectuales, sino que saben leer y escribir a diferencia de lo que pasa en otros países subdesarrollados―, que existe una cultura del conocimiento.

»La Feria ha propiciado que vuelvan a salir Las dos caras del paraíso y El unicornio y otras invenciones, ambos editados hace menos tiempo. La idea de retomar este último volumen me regocija particularmente porque es un libro de gente loca. Un campesino de Felicidad de Yateras, donde “ya casi más allá no hay otro pueblo”, en el extremo este de la Isla, dentro de una finca “roñosa”, llena de pedruscos enormes, de repente decide dejar de cultivar para dedicarse a esculpir. ¿No le parece una cosa completamente loca? Tuve la enorme suerte ―a veces también esas cosas influyen― de que mientras visitaba Guantánamo, un amigo me invitó a conocer a aquel hombre, que vivía en un bohío descuidado, porque se había metido de lleno en su escultura.

»Fue una experiencia singular, pues caminamos varios kilómetros a campo traviesa hasta llegar al monte, donde el campesino estaba haciendo la cabeza de un elefante sobre una piedra muy blanca. Había también un león sonriente, porque el hombre no había estudiado en academias ni escuela alguna. El campesino todavía vive, aunque medio sordo por el ruido del cincel sobre la roca, y su hijo lo acompaña a visitar el zoológico que terminó haciendo al cabo de varios años.

»Lo mismo me sucedió cuando supe del Centro Cultural de Velasco, recinto gigantesco mandado a construir por un cubano y un arquitecto norteamericano para un pueblo de solo tres mil habitantes. Aquella empresa duró veintiséis años, y me llamó atención por ser peculiar en cada uno de sus detalles.

»También aparece la novela Glauber en La Habana. El amor y otras obsesiones. Es un texto que combina la ficción y el testimonio, cuya aventura comenzó porque Alfredo Guevara me llamó un día para preguntarme si estaba interesado en entrevistar a Glauber Rocha, quien acababa de llegar a Cuba. Luego de entrevistarlo me quedé con la curiosidad por dentro y le seguí la pista en el año en que estuvo en la Isla. Aquí se enamoró de una cubana a quien entrevisté largamente varias veces, como a la gente cercana al mundillo de Glauber ―Tomás Gutiérrez Alea entre ellos―. Se hospedaba en el Hotel Nacional; pero se iba casi todos los días al apartamento de Titón, donde se sentía muy bien; y andaba descalzo por las calles del Vedado. Me parecía tan interesante seguirle la pista, que el libro se extendió hacia Roma y París, pasajes que yo aprovecho para contar las interioridades de su pensamiento y acción.

»La Editorial Oriente me pidió publicar nuevamente Rebelión en la octava casa, mientras que Letras Cubanas asumió Conversaciones confidencias, diez trabajos sobre artistas y poetas nacionales, excepto Roque Dalton y Jean Paul Sartre, de quien fui traductor y compartí algunas experiencias. Roque era mi amigo y al mismo tiempo lo admiraba mucho como poeta y como persona, por eso le dediqué un trabajo extenso.

»Entre las novedades sale un libro de cuentos, realizado a partir de que un crítico amigo ―un poco en serio y otro tanto retador― notara que yo había escrito reportajes, crónicas, novelas, entrevistas etc., pero jamás me había dedicado al cuento. Tenía alguno ya listo y escribí otros, hasta que salieron ocho relatos, que le interesaron a la editorial holguinera».

¿Por qué no había escrito cuentos? ¿No es este acaso uno de los caminos para llegar a la novela?


―Es que mi camino ha sido totalmente al revés. Esto que usted me pregunta les ha llamado la atención a otras personas, que no se explican cómo pasé del periodismo directo a la novela. Cuando vivía en París, colaboré en Bohemia mientras estaba escribiendo mi primera novela. No dejaba de hacerlo, aunque la novela me costaba más, porque psicológicamente uno tiene mucha más presión cuando está haciendo literatura que cuando escribe en la prensa. Son dos tareas diferentes: en la ficción uno tiene que pensar en las reacciones del protagonista; pero también de los antagonistas, no puede violar ciertas reglas de su vida, aunque parezca que el escritor, el que inventa los personajes y las situaciones, puede luego andar haciendo y creando a su manera. Una vez que ya usted ha perfilado un personaje tiene que haber coherencia, tiene que respetar las leyes de la psicología humana y todo ello lo mantiene a uno con la preocupación de no equivocarse.

»En el sentido que yo buscaba en aquel momento no me equivoqué, aunque el personaje principal no era un hombre de grandes hazañas. De alguna manera también tiene su carga simbólica, pues estaba paralizado, congelado, sin saber cómo actuar a la altura de sus aspiraciones. Cuando uno piensa un personaje no lo tiene completo, redondo, por lo menos yo siento que se va conformando en la medida en que se va escribiendo, en que van apareciendo sus problemas, sus soluciones».

Es como si tuviera que vivir varias veces cuando escribe para la piel de otros…

―Exactamente.

¿No ha querido alguna vez hacer lo que ellos hacen?

―(Ríe). De cierta forma tengo que experimentarlo, porque no puedo traicionar lo que se ha dicho en las seis líneas o en la cuartilla que fue escrita el día anterior. Tengo que seguir buscando los problemas que afecten a mis personajes y ensayar sus reacciones. Es mucho más complejo de lo que parece.

»Respeto la forma en que todos los escritores conciben y desarrollan su obra, pero mi manera está basada fundamentalmente en la evolución de la novela a través de personajes. Porque en los últimos años se ha estado dando la tenencia de ir contando historias sin la intervención de los personajes, aunque eso lo puede hacer alguien desde el periodismo. La diferencia está en que si uno va a reportar lo que sucede en un trabajo voluntario y se encuentra que Fulanito, reconocido como un buen compañero, tiene que alzar un ladrillo del fango y no quiere porque no le gusta ensuciarse las manos, eso a la vez presentará el conflicto de que Fulanito será mal juzgado… y por ahí uno sigue fabulando, y aparece sin más, el inicio de un cuento».

En su caso, recurrir al testimonio le ha servido para enriquecer la vida de los personajes que construye.

―Muchísimo. Sucede que por la edad no tengo ya tiempo, no me puedo lanzar a escribir una novela que tengo pensada hace años sobre el Centro Cultural de Velasco en Holguín. Porque investigando, preguntando, hablando con la gente, me encontré con historias más insólitas todavía. ¿Sabe lo que es que subían y bajaban un cordelito para cobrar un peaje en la zona, con el objetivo de pagar el teatro del pueblo? Eso y muchas otras cosas, como que la gente llevaba las sillas de su casa a las puestas en escena que había concebido Félix Varona, me parecen fabulosas. Detrás de todo eso está la imaginación del cubano.

Será que Cuba es un país muy dado a la ficción. Aquello de “lo real maravilloso” ya dice mucho. Pero ¿qué habilidades hay que tener para trasladar a los libros lo más interesante de esas historias cotidianas?

―Hacer un edificio así, emprender un proyecto de tal envergadura en un pueblo de campo ya es ficción. Pero lo sería aún más si yo le dijera que pasaron mucho trabajo para conseguir los materiales, los mismos que después terminaban en algunas de las lápidas del cementerio porque la gente se las robaba.

»Esto ya es una novela. Tengo para ella las notas de los documentos que fui consultando, de las conversaciones que tuve con la gente de allá, aunque sé que no la voy a escribir, porque estoy preparando otras dos. Ojalá tuviera unos años menos. A lo mejor termino dándole la información a otro escritor».

Eso no lo hace todo el mundo. ¿Lo ha pensado seriamente? ¿Me va a confesar a quién escogería?


―(Ríe largamente). No lo sé, francamente. Tampoco escogería a cualquiera, sino a alguien con sensibilidad para identificarse con el tema. O basta con que sea un buen escritor, porque hay buenos escritores que nunca abordarían determinados asuntos. Y bueno, hay otros que harían cualquier cosa con tal de tener notoriedad. En términos profesionales, tendría que ser alguien que se identifique con el tema y, sobre todo, con los personajes.

Usted ha mencionado varias veces el componente investigativo que tienen sus trabajos de ficción y eso me remite otra vez al periodismo, que según me cuenta, no ha abandonado mientras escribe novelas. ¿Cuánto se mezclan el periodista y el escritor cada vez que se sienta frente a la página en blanco?

―Se mezclan bastante, hasta el punto de que me molesto si la línea que escribí no juega con las anteriores o las que pienso escribir después. La diferencia, en última instancia, es que uno tiene mucho más cuidado cuando está haciendo literatura, porque lo van a juzgar con más severidad que cuando hace periodismo. No me descuido porque se trata de ser fiel a la literatura. El problema radica en el orgullo profesional, que te obliga a no escribir algo que desdiga ese profesionalismo y esa voluntad de decir bien las cosas.

Llama la atención la escasa presencia de escritores que encontramos hoy en la prensa periódica cubana. ¿Qué opina usted al respecto?

―Quizá lo veo con una perspectiva muy corta. Tal vez las nuevas generaciones al ponerse en contacto con la literatura de otros países y su mayor o menor éxito, se concentren en hacer literatura sin darle mucha importancia y atención al periodismo. Tal vez las circunstancias no son las más favorables para poder relacionar ambas profesiones. No estoy seguro de que el periodismo que se hace hoy en Cuba les resulte demasiado atractivo a los jóvenes que quieren escribir. Prefieren ir directamente a la literatura, contar sus experiencias y no tener que ir a buscar una noticia o ir a descubrir una situación determinada, puesto que ellos tienen ya algo que contar a su modo. Me estoy atreviendo un poco con esta hipótesis; no sé si tengo la razón.

Unos años atrás —no muchos— se veía con más asiduidad a escritores en los periódicos. El cubano, que imagina tanto, también necesita verse reflejado en ese espacio de otra forma.

―Le hace falta. Y sería bueno que los escritores colaboraran más en la prensa, como ocurre en todo el mundo. Pero no estoy seguro de que esa armonía entre el periodismo y la literatura haya madurado lo suficiente. Puede ser que haya celos y recelos y que no se quiere mezclarlos. Aunque haya un periodista que hace literatura, le dejan eso a la UNEAC.

Ya que mencionamos a los jóvenes que quieren escribir, se me ocurre preguntarle, ¿qué hubiera pasado sin en lugar de haberlo llamado para esta entrevista, le hubiera pedido que me revisara unos cuentos, que me orientara en el camino de la literatura?

―Te hubiera dicho que sí con mucho gusto, pero después de la Feria del Libro, con la cual comienza un periplo que no me dejará tiempo para más.

Le preguntaba porque me interesa lo que puede dar su experiencia a alguien que comienza a escribir.

―El primer consejo: Si usted no está de acuerdo con una opinión que ha pedido a alguien, aunque tenga canas y experiencia, no la acepte. A menos que sea muy flagrante su error de entusiasmarse demasiado con algo sin darse cuenta. Pero si tiene una duda, no se rinda fácilmente.

»Lo más importante: escribir, escribir, escribir. Así es como se aprende.

»En algún momento alguien me acordó que tuve la ventaja de haber estudiado en La Sorbona y respondí: no la tuve. Estudié allí la literatura francesa, pero no la fórmula para escribir una novela. Eso lo tuve que vivir yo solo, sin que nadie me dijera nada, encontrando mis errores y mis posibles errores, y leyendo mucho a los franceses, los norteamericanos, los españoles, entre otros.

»El secreto está en escribir. Al cabo de semanas o meses, usted verá que lo que escribe se va soltando. Por disciplina, hay que escribir todos los días. Si consigue diez líneas será magnífico, pero si escribe dos estará muy bien. Tiene que observar todo lo que está alrededor, lo que distingue a cada persona y cosa del resto. Y tener curiosidad por todo, y digo “todo” porque a mí me pasa. Esa curiosidad permite que no se refresque mucho espiritualmente, pues no se está ajeno al mundo, y si hay algo que está ligado al mundo es la literatura».

Un buen calificativo que he leído de usted es “rastreador de historias”.

―(Jaime lanza una carcajada larga y comienza a hablar entre risas). Eso lo dijo Reynaldo González cuando presidió el jurado que me otorgó el Premio Nacional de Literatura. Rastreador de historias… el resultado está, más que todo, en Los fantasmas de Omaja, La aventura de los suecos en Cuba y Las dos caras del paraíso.

Esto tiene que ver con ese afán suyo de observar, pero también de vivir. Sus anécdotas de juventud ―el club literario, la partida a París― lo corroboran.


―Completamente locas. Lo menos loco fue irme a París. La locura, la gran locura, estaba en que yo quería ser escritor. Tenía un comercio que emprendí sin razones comerciales. Alguien que lo observa a uno seguro pensó que de muchacho no tenía los pies en el suelo. Lo que sucedió fue que tuve muchísima suerte. La suerte de que mis decisiones vinieron a coincidir con sucesos históricos que me abrían las puertas de una manera que yo no imaginaba ni remotamente. De no haberse dado aquellos hechos históricos, no sé qué estaría haciendo yo hoy, podría ser un buen tema para imaginar el de los oficios que me habrían tocado.

»No sé cuánto talento tengo, pero algo debe haber cuando he podido tener esa suerte y el empeño de tener una obra tanto literaria como periodística».

¿Qué fue Europa para su generación?

―Era como el centro del mundo. Fayad (Jamís), por ejemplo, tan o más loco que yo, porque era muy pobre. Decidimos irnos a París porque allí estaba la información de primera mano, había una historia y una cultura de la cual sabíamos que se podía aprender mucho. Teníamos la certeza de que no iríamos a perder el tiempo. Si decidíamos jugarnos el todo con la literatura o con la plástica, ya desde allá, enviaríamos lo que estábamos haciendo.

»No voy a insistir en lo de la suerte, pero todavía me pregunto qué conjunciones ―y no voy a decir que astrales para no imitar a Petronila Ferro― se mezclaron para favorecer mi desarrollo personal y llegar más o menos donde he llegado, haciendo lo que yo quería. Nos estábamos jugando la vida: quería escribir y lo hice, no fui un desecho humano. Es una maravilla poder hacer lo que uno desea en la vida y un desastre terrible tener que hacer algo que no se quiere.

»He tenido la suerte de escribir y seguiré escribiendo mientras tenga lucidez. No voy a decir que escribir es una fiesta, porque es otra cosa. Sucede como cuando uno está con el ser amado y se siente muy bien, de alguna forma se enriquece, entre otras cuestiones, porque no se está amargando. Es muy importante no traicionar al corazón, no permitirle morir de infarto por amargura».

¿Qué ha sido del traductor?


―Ocupó en algún momento un lugar importante en mi trabajo, porque me interesaba dar a conocer determinados textos, sobre todo en los años 60 y parte de los 70. Leo en francés ―por los años que viví allá― y en inglés ―idioma que había aprendido en Cuba y que fui a perfeccionar a Londres, porque no quería quedarme colgado de un inglés mediocre―. No estuve en ninguna escuela, pero sí visité mucho los museos y otras instituciones que me hicieron ampliar las perspectivas para conocer aquellas sociedades y sus lenguas.

De su relación con la plástica cubana han salido varios trabajos, incluso un libro que se presentará en esta Feria…

El color de los sueños nace porque me di cuenta ―y aquí entra a jugar la observación― de que había varios artistas de la plástica conocidos que eran de origen campesino: uno había nacido en una finca en las afueras de una ciudad, otra en el campo de Las Villas, otro en la Sierra Maestra, otro entre dos pueblos. Me llamaba la atención porque la plástica contemporánea es un fenómeno eminentemente urbano. Digo contemporáneo porque hubo grandes artistas de origen campesino en la Edad Media, como El Giotto, por poner un solo ejemplo. Estos cubanos, a los que está dedicado el libro, siendo niños, tuvieron la enorme suerte de que los pusieran a estudiar en una escuela dedicada a formar artistas. Funcionó y de allí salieron talentos como Ever Fonseca, Nelson Domínguez, Roberto Fabelo, Tommy, Zaida del Río y Osneldo García, entre otros.

»Este fenómeno me pareció interesante, no para el “teque” de decir que triunfaron siendo campesinos, sino para hacer notar lo que la nueva experiencia significaba para esos muchachos que se formarían desde la estética y trabajarían en la ciudad. Algo que golpea y marca fuertemente a una persona es haber vivido en el campo, y por eso les pedí a cada uno que me fueran contando sus historias, muy personales, muy diferentes, porque no todos tienen la misma procedencia socioeconómica. De allí salieron diez artículos, que son una especie de confrontación entre el ambiente rural y la ciudad, entre las sensibilidades que trae el muchacho que emigra y las que desarrolla cuando llega al espacio urbano, muchas veces construyendo para su vida cotidiana un hábitat parecido al del campo».

Dijo en una ocasión que cada línea que se escriba o se publique es un compromiso individual y con la sociedad. ¿Cómo entiende usted la responsabilidad del intelectual en el mundo contemporáneo?


―Es primordial para alguien que quiere escribir. Saber dónde está viviendo, en qué momento, cómo abordar esa realidad que es inabarcable completamente, y solo puede atraparse en fragmentos. Ahí primero desempeña un papel muy importante la experiencia, y segundo ―doblemente importante para usted, porque es mujer― la intuición alrededor de las reglas del juego, acerca de los caminos que se deben intentar. Tiene que ver con un proyecto personal, en el cual se define a dónde quiere y cómo quiere llegar, qué desea decir y de qué forma.

Acaba de referirse a la condición femenina. Me parece haber escuchado que a su juicio, también las mujeres son las mejores cronistas de la cotidianidad.

―Las novelas escritas por mujeres son un buen ejemplo, porque esa que escribe tiene hijos, casa, sábados o domingos que no existen sino para “lavar la ropa de la familia”, y se enfrenta a ese mundo abrumador que probablemente para un hombre sea apabullante.

»La mujer ha desarrollado muy bien la intuición, y aunque esté más el corazón que la cabeza, la alerta frente a distintas situaciones».

Y para usted en lo personal, ¿qué representan?


―No estoy seguro de que yo sea un buen ejemplo. Ese personaje de Petronila Ferro entra en una categoría mucho más simbólica sobre una situación de la historia de Cuba. Nadie mejor que usted misma para conocer a la mujer. Estúdiese. Estudie el alcance, la profundidad, la frecuencia de su intuición.

Ha afirmado también que en la literatura cubana actual no existe el nivel de diálogo de otras épocas. ¿Cómo la valora en sentido general?

―No se puede generalizar tanto, en el sentido de que los críticos no decretan algo, son seres humanos que tienen su subjetividad, gustos, preferencias sobre determinadas vertientes de la literatura. Hay que ser cuidadoso: uno sabe más o menos cuáles son los intereses que puede tener un crítico, qué tipo de literatura es la que él con mucho gusto aconsejaría y cuál no negaría, porque se supone que este debe ser lo suficientemente hábil para no hablar de lo que no debe o no quiere, porque no ha de darle realce a un trabajo que no le interesa. Es mucho más complejo que el simple hecho de que un crítico o un escritor que quiera dar su opinión se siente a escribir y a pontificar, a defender un tipo de literatura o a rechazar otra.

Usted se identifica como “obsesivo” y “meticuloso” con su trabajo. ¿Es así solo cuando escribe o en todo momento? ¿Cómo puede describir ese ambiente que se crea cuando se enfrenta a la investigación y escritura?


―Para no contradecirme, no voy a generalizar. Cuando hice el trabajo sobre el Central Ecuador, al costado de la carretera entre Ciego de Ávila y Camagüey, donde vivían los emigrados barbadenses, me interesaba que me contaran cómo comían, cuáles eran sus costumbres de vida. Allí apareció la nostalgia por lo que hacían en el pasado, por el árbol del pan que crecía en su tierra. Me volvía obsesivo queriendo saber cómo era aquel fruto que no existía en Cuba, cuál era la manera de condimentar sus comidas… Me volví obsesivo también con los japoneses en la Isla de la Juventud, pasé muchos años tratando de explicarme cómo una madre de doce hijos, los formaba ―en la misma casa― a seis de ellos con las costumbres cubanas y a los otros seis con las de su tierra. Me obsesionaba, por ejemplo, ir tras ella en la cocina, cuando tenía que preparar menús completamente diferentes.

¿De qué forma llegaron hasta aquí todos estos libros?

―La mayoría vinieron conmigo desde Francia. Cuando triunfó la Revolución y muchos intelectuales que estábamos allá decidimos regresar, algunos vinieron inmediatamente y perdieron los suyos; pero me propuse no abandonar mis libros, que contenían información muy valiosa y que me había costado tanto comprar. Busqué un baúl para guardarlos y no vine en avión, sino en barco.

¿Acostumbra a prestarlos?

―He prestado muchos y los he perdido. Claro, hay personas a las que uno tiene afecto y no se los niega. Ahora, si veo alguno que sé le pueda interesar a alguien más, lo compro doble.

Tomado de La Jiribilla


Tomado de La Ventana

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