El Bacilo
A Alejandro
Madame Le Fleurs continuaba prefiriéndolos jóvenes, a pesar de las minerales arrugas en ambos extremos de sus ojos galos y de que el último ataque al corazón casi la vuelve una difunta, con un taurino espécimen encima. Descarta los servicios de las agencias de escoltes. Se cataloga a si misma como de la vieja usanza; es decir, que prefiere a los jardineros, chóferes y chicos de pocas montas, entre otros. Esos chicos... –dice- de esplendorosos pechos, robustos y musculosos se igualan a potros salvajes. ¡Uff! Son verdaderos volcanes cuando eructan un orgasmo. Me sumen en el vicio noble del placer, y el placer es como un bacilo que se nos introduce en lo más íntimo, elevándonos hasta nirvánicos estados antes desconocidos -continúa diciendo Madame Le Fleurs, sentada en una silla filipina. Una larga ventana de cristal queda justo a su espalda, por la que el sol penetra, creando un aureal matiz en torno a su figura, e intensifica el brillo de su grisácea cabellera. No puedo evitar la sensación de comparar este sucio juego de placer con una ruleta rusa, donde me juego la vida por un gramo de éxtasis. Les cuento: vinieron el otro día, eran cinco sementales.
Luego de tomar vino, nos introdujimos todos desnudos en la piscina. Yo fui el objeto de sus juegos, para mi alegría. Está demás confesárselo. ¡Ja, ja, ja, ja! ... imaginarán cómo me sentía, siendo acariciada y tocada por toda una hambrienta jauría de minotauros, rozándome con sus miembros erectos en lo más profundo. Me trataron como a una adolescente. Pensarán que estoy loca, pero en su interior, todas ustedes me envidian porque les falta coraje para hacerlo...sí, vamos... no lo nieguen... puedo ver la hoguera que esconden detrás de esas pálidas pupilas. Me gusta cuando presionan mis nalgas, dejándome saber cuanto los excito. -continúa diciendo, sin dar muestra de rubor alguno ante sus amigas que toman el té junto a ella. -beber de su juventud me devuelve a la vida y le da un sentido pragmático a mi fortuna. Imaginen; si no fuera por ellos, esta mansión sería un lujoso mausoleo con una anciana criptógama dentro. Mis hijos hacen sus propias vidas. ¿Por qué también yo no podría hacerlo? -interroga Madame Le Fleurs a su audiencia, de la que no espera otra respuesta, que un afirmativo giro de cabeza. Las amigas de Madame Le Fleurs siguen de cerca su monólogo, y a algunas de ellas les alcanzan a brillar los ojos, igual que un fragmento de cuarzo al darle la luz, clara indicación de que en ese momento están sumergidas en una gozosa orgía mental, al parecer rehúsan emular el coraje de Madame Le Fleurs.
Por el contrario, la consideran... eso... una vieja decrépita inmoral, que cree que con dinero puede comprarlo todo. Tal vez Madame Le Fleurs tenga razón -piensa Madame Rosard-; llevo casi cinco años sin volver a probar el amor. La última vez, recuerdo, fue una experiencia bastante humillante; tuve que implorárselo casi a Pierre. Después de pasarme por encima se hizo a un lado, mirándome como si fuera un asqueroso reptil. Sentí náuseas, y nunca más volví a insinuárselo o proponérselo. Doy por descontado que tiene una amante joven, y seguro que es, su secretaria, la delgaducha señorita Domenex -vuelve a expresar Madame Rosard-, mientras saborea una amarga sensación de resignación en sus palabras. Tú... Elizabet - dice Madame Le Fleurs, señalando a la más joven del grupo— ¿cuánto tiempo llevas sin Charles hacerte el amor?. Imagino que tus piezas de lencerías habrás terminado por regalarlas a tus mucamas... -pregunta Madame Le Fleurs con sarcasmo Te conformas con ser una abuela espléndida, con que tus nueras vean en ti a una segunda madre. A mí eso no me preocupa, sé que son todas unas zorras. Al escucharla decir eso, muchas de las presentes se llevan las manos hasta sus bocas.
Madame Quenoif, nacida en Argelia cuando ésta formaba parte de Francia, es quien estalla en llantos histéricos como una granada emocional. Su matrimonio está en crisis nuevamente. Al borde de la ruptura como un enfermo en estado de comas. Su esposo, el almirante Lefebre, la ha amenazado varias veces con dejarla. La pobre mujer se siente deshecha y sin ningún apoyo emocional. Madame Le Fleurs se acerca para consolarla, y la desgraciada no puede continuar escondiendo su desdicha. La mascarada de mujer feliz es un mito y como tal, lejos de la plausible realidad. –Ese hijo de putas se rehúsa a hacer el amor conmigo- dice entre lloriqueos y resabios; la última vez casi tuve que arrodillármele, rogárselo tal como Madame Rosard al suyo...él se marchó a la recamara con un vaso de coñac en la mano. Al subir yo, ya me esperaba echado en la cama; se acercó, me derribó, y luego de cinco minutos, de mala gana, se apartó de mí con una mirada de asco... se imaginan. -pregunta la descorazonada mujer. Después de tan amargo incidente, olvidé mi sexualidad por completo para salvar mi matrimonio. Llevo varios años negándome a mí misma, reprimiendo lo que deseo: ser tocada como cualquier otra mujer, ¿acaso es pedir mucho? –dice entre lágrimas Madame Quenoif. Madame Le Fleurs interviene: -Olvidas, querida, que los hombres son todos unos egoístas, piensan sólo en la salud de sus miembros; no ves que celebran la aparición de la Viagra como si fuera la resurrección de Jesucristo. Yo vivo según la máxima de una amiga española –dice Madame Le Fleur—: "Nunca permitas que los hombres te follen: fóllalos tú, y en ese sentido nunca vas a sentirte usada."
No cabe duda, Madame Le Fleur está fuera de sus cabales. Hablar primero de esa manera sobre sus nueras no es algo que la escucharan decir antes. ¿Qué está pasando? Comienzan a escudriñarse unas a otras a los ojos sin dejar escapar una sola palabra. Madame Elizabet de Mompelier, se puso de pie sosteniendo la taza entre sus manos, y excusándose, dijo que debía dejarlas para asistir a una cena de negocio con su esposo. Llevándose consigo el bochornoso motivo de su disgusto por los desagradables modales de la que hasta hoy considerara su mejor amiga. En su percepción, el encuentro se ha transformado en algo de mal gusto. En una de esas novelas para mucamas y amanerados llorones. Yo también tengo que dejarle— se disculpa Madame Rotschild, la más aristocrática del grupo y también la más arrogante. Un sirviente se acerca a recoger la taza de sus manos. Ella da las gracias, algo inusual en su persona. Se arregla un poco el sombrero Chanel de color negro con estampados amarillo y observa por encima de sus hombros a Madame Le Fleurs. Supongo que recordarán a Petrév -pregunta Madame Le Fleurs, sin concederle la menor importancia a la partida de las dos damas-: el chico rumano, encargado de la jardinería... le hice llamar una noche; él por supuesto vino, y se le notaba nervioso, pensando que le había hecho llamar para reprenderle por algún descuido; ya saben como son estos extranjeros –dice de forma peyorativa la libertina francesa-. Lo invité a sentarse, mientras le ofrecía una copa de vino; debo de confesarle que se puso amoratado, su rostro adquirió un matiz púrpura. Luego me preguntó por la razón de haberlo hecho llamar. Le dije que se olvidara de la jardinería, lo había hecho llamar para otra cosa. Su rostro cambió radicalmente, y se puso más afable, pero nunca sin olvidar dirigirse a mí con el debido respeto.
Le recriminé por ello, diciéndole que me tuteara, que eso me haría sentir mucho más cómoda. Me disculpé para ir al baño, y él continuó esperando por mí en la antesala cercana a mi estudio. Bajé con una lencería de organdas negras, semi transparentes. Se sonrojó al verme, y le pregunté qué pensaba de las piezas que llevaba puestas. Le quedan preciosas -dijo, entre balbuceos. Le dije que odiaba que un chico tan interesante como él me tratara de usted, haciéndome sentir vieja. Se disculpó más de setenta veces, diciéndome, "¡lo siento!, ¡lo siento!"... Me levanté luego para ir a servirle otra copa de vino, y pude notar como sus ojos iban siguiendo mis movimientos. Vertí el vino, tomé la copa con ambas manos juntas y me acerqué para ofrecérsela. Sonrió. La tomó de mis manos rozándome la piel, momento que yo aproveché para sentarme en sus muslos, sintiendo en mis nalgas el calorcito de su miembro erecto como una pieza de hierro al rojo.
¡Pobre Petrev! La lujuria casi lo enloquece; no pudo contenerse, y me derribó allí mismo, en el suave sofá de terciopelo color esmeralda, comenzando a lamerme los pechos con su lengua vaporosa. Dándoles estirones a mis pezones con sus dientes. Luego me cargó hasta la cama, lo que nunca hizo Víctor. Después de desnudarme él mismo, ató mis manos a ambos extremos de la cama y comenzó a jugar con cada parte de mi cuerpo como un sádico. Yo estaba exhausta, al borde del desmayo; no sé cómo un chico tan joven puede abrigar tanta pasión para enloquecer a una mujer de mi edad. Me tapó la boca y comenzó a hacerme el amor como un volcán, se movía dentro de mí como un cataclismo. Yo estaba sudorosa y embriagada, ya sin fuerzas para detenerlo -tampoco era de mi interés hacerlo-. En un momento pude sentir que el corazón me fallaba, y sólo pude pensar: "si muero en sus brazos será el más ardiente sepulcro que me pueda deparar la muerte a una viuda como yo". Le habré pagado a Víctor con la misma moneda cuando murió entre las piernas de su secretaria. Petrév tomó una de mis medias y comenzó a retorcerla, y pensé que iba ahorcarme; créanme, sentí miedo, pero no... sólo quería jugar al amo. Me ató con ella por el cuello, y desnudo comenzó a darme órdenes de recorrer la recámara como si fuera una perra, azotándome la parte trasera con sus manos rugosas y ásperas. Nunca antes hice tal cosa, pero se trataba de un juego, sexy por demás, sin voluntad de hacer daño. Aunque la vida amorosa y sentimental de Madame Le Fleurs es como un periódico vespertino. Existen muchos otros detalles de su vida personal que guarda celosamente y que nunca ha revelado ni siquiera a sus hijos. La gravedad de La leucemia por ejemplo, que ha ido minando su salud, pero ella no se deja doblegar. Es una mujer con una personalidad de hierro, para nada auto-indulgente consigo mísma.
Todas las mujeres permanecían perplejas, mirándose las unas a las otras de manera hipócritas, pero en su interior deseaban escuchar a Madame Le Fleurs narrarle sus aventuras amorosas, porque de algún modo las desinhibía mentalmente. Las liberabas de sus roles convencionales. En el laberinto de sus mentes no ocurría otra cosa que la satisfacción psíquica del deseo. Madame Le Fleurs describía cada detalle amoroso sin pudor o temor a los reproches. Era una mujer rica, independiente y segura de si misma. Lo que la sociedad pudiera pensar acerca de ella, a su edad le dejaba sin cuidado, no tenía nada que peder. Todo cuanto disfrutaba era la ganancia por estar viva. Luego de morir Víctor, Madame Le Fleurs se desinhibió por completo, tan radical fue su cambio, que sus hijos hicieron una reunión con ella para sugerirle que moderara su conducta. Está demás decirlo que Madame Le Fleurs los mandó a todos al carajo. Desde aquel día, a raíz del incidente; sus nueras y sus nietos nunca más volvieron a visitarla. Algo que la enfadó a sobremanera, que a poco hizo que su abogado cambiara el testamento.
Fragmento.
Daniel Montoly© 2005
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