Sunday, November 15, 2009

El Caribe en su literatura



Por Manuel García Verdecia



(Oct. 30) Según Harold Bloom, las influencias literarias proceden de una mala lectura. O sea, el lector cree que lee algo y consecuentemente trata de guiarse, revisando o rehaciendo lo leído. Tal vez de aquí que Cristóbal Colón, estudiando los libros de viajes que le precedían, entre ellos el de Marco Polo, tuvo la idea de viajar al Asia por mar, rodeando la tierra (convencido de su redondez) por el oeste, para salvar los impedimentos que implicaban el Oriente Medio y África. De modo que al chocar de repente con tierras que no aparecían ni en sus sueños, las llamó Indias y a sus habitantes, indios. Pero el desatino no quedó ahí. Luego a toda esta área se le nombró Caribe por una de las etnias que la ocupaban. Como se pensaba que cometían antropofagia, pronto el nombre en metátesis derivó en apelativo para los que realizan tal práctica, caníbal. Se hizo generalización de algo excepcional. Shakespeare, trocándolo, lo utilizaría en su literatura para apelar al buen salvaje, Caliban. Posteriormente Roberto Fernández Retamar lo blandiría para recolocarlo como el nativo que se rebela y trata de establecer su distinción.

Es en este espacio de islas y mar, en paso de cruce hacia los continentes, donde se han conocido algunos de los procesos históricos más asombrosos de la historia humana. El afán de descubrimiento de nueva y fructíferas extensiones, desatada por la aventura de Colón, la consecuente guerra de rapiña entre las potencias europeas por arrebatarse unas a otras las tierras encontradas, la práctica aniquilación de las etnias oriundas, la sustitución de los pobladores originarios con esclavos traídos del continente africano, las relaciones de dependencia con las respectivas metrópolis, el surgimiento de una oligarquía territorial con ambiciones específicas y el subsiguiente afán de independencia, fueron básicamente los jalones del devenir de esta zona.

Los matices estuvieron dados por las peculiaridades del tipo de control colonial que impuso cada metrópolis en particular, más férrea en el caso de España, más mediatizada en los casos de Francia e Inglaterra. Los criollos de descendencia española pronto se sintieron pertenecientes a estas tierras. Los otros casi siempre se sintieron básicamente ingleses o franceses de ultramar.

Dos aspectos esenciales me parece que configuran la cultura del Caribe. Uno es geográfico, la impronta del mar, no solo como elemento natural que configura un paisaje sino también como espacio de relación, apertura por donde se comunican las islas con el resto del mundo. El mar implica navegación, tránsito, intercambio de tecnología, saberes, cultura. Lo abierto del mar propicia la apertura de las criaturas que habitan junto a él, lo cual es ganancioso para incorporar logros y conquistas, si bien puede también traer ciertos males de recalo. El mar facilitó no solo la traída de esclavos, sino también el arribo de desplazados y aventureros que trataban de probar fortuna en estas playas.

Este sería un segundo elemento que daría conformación a los procesos socioculturales del Caribe, la hibridación étnica. Llegaron, debido a la economía de plantación, millones de seres de los más diversos confines de África. Cada quien traía sus signos culturales (lengua, religión, tradiciones, etc.) A veces se habla de lo africano como si fuera todo un solo bloque y no es así. Había un mosaico de pueblos que aquí entraron en contacto. Estos se sumaron a un sustrato de cultura aborigen que quedó en muchos casos (véase la incorporación del tabaco, por ejemplo, y de plantas endémicas de esta región a los ritos de origen africano). Luego con la llegada de trabajadores contratados se fue ampliando el espectro de pueblos que sumaron sus peculiaridades a estas tierras. Vinieron chinos, árabes, indios, entre otros, en sucesivas oleadas que no ha parado desde fines del siglo XVIII. Este abigarramiento de cruces sanguíneos y culturales produjo un tipo peculiar de ser.

Entonces, en un ámbito tan peculiar, no es fortuito que la literatura tuviera un margen y un papel definidor. Si bien la dicotomía colonizador-colonizado implantó una visión que hizo pensar que eran las manifestaciones culturales aquí secundarias y derivadas de las que se desarrollaban en los centros de poder, la afirmación de las personas en estas tierras, el gradual surgimiento de un concepto de identidad, hizo que también evolucionara un pensamiento y una forma de expresión particular. Por largo tiempo se trató de hacer creer que en estas tierras no había una cultura ni una literatura auténticas. Fueron los procesos de liberación y la gradual conquista de la independencia lo que lograron que se reconociera la dimensión distintiva de las culturas del Caribe.

No fue carambola que Alejo Carpentier, decepcionado de la experiencia expresiva del surrealismo en Francia (donde se buscaba romper la fatiga de una larga tradición fosilizada con hachazos de una imaginación fabricada), en un viaje por el Guadalupe y Haití, descubriera los elementos que conformarían su peculiar teoría de lo real-maravilloso. Precisamente este año celebramos el 60 aniversario de la aparición de El reino de este mundo, en cuyo prólogo avanza el novelista sus tesis básicas. Pueblo donde la fe era una práctica cotidiana, donde el ideal de las potencias celestes que lo asistían lo ayudaron a conseguir la independencia, superando a las tropas napoleónicas y creando una estructura cuasi imperial de ex-esclavos nunca antes vista en estas tierras.

Fue a fines del XIX (si bien Cuba ya tuvo en ese siglo una espléndida literatura por especificidades de su desarrollo) que el Caribe empezó a dar señas de una literatura autóctona. La literatura por supuesto estuvo limitada por las capacidades editoriales y por el nivel de alfabetización de los pueblos. Hacia la primera mitad del siglo XX hubo un despertar de publicaciones periódicas que sumaban empeños y finanzas para lanzar a los escritores de estas latitudes. Muchos autores de países dominados por Inglaterra, Francia, debían salir a estudiar en las metrópolis, donde iniciaban sus carreras literarias. Al repasar obras y autores que se originaron en estas tierras se puede constatar el vigor y la originalidad que ha caracterizado esta literatura.

Fue a fines del XIX (si bien Cuba ya tuvo en ese siglo una espléndida literatura por especificidades de su desarrollo) que el Caribe empezó a dar señas de una literatura autóctona. La literatura por supuesto estuvo limitada por las capacidades editoriales y por el nivel de alfabetización de los pueblos. Hacia la primera mitad del siglo XX hubo un despertar de publicaciones periódicas que sumaban empeños y finanzas para lanzar a los escritores de estas latitudes. Muchos autores de países dominados por Inglaterra, Francia, debían salir a estudiar en las metrópolis, donde iniciaban sus carreras literarias. Al repasar obras y autores que se originaron en estas tierras se puede constatar el vigor y la originalidad que ha caracterizado esta literatura.

Haití, tierra de mitos, de intensa vida y violentas contradicciones, ha producido autores de singular valía. Entre estos Jean Price Mars, con Así habló el tío. Jacques Roumain que escribió una espléndida novela de visión poética del campo haitiano, Gobernadores del rocío. Jacques Stephen Alexis, con su desbordada epopeya El compadre general Sol, novela total de amor, lucha y mito René Depestre, esmerado poeta, ensayista y novelista con obras representativas como El palo ensebado y Hadriana en todos mis sueños (Premio Renaudot, 1988).

Jamaica ha sido tierra no solo de música sino de buena literatura. Destacan Thomas Macdermot quien bajo el seudónimo de Tom Redcam obtuviera amplia repercusión con su pintoresca novela El bebé de Becka Buckra. Tal vez fue Claude McKay quien pusiera los ojos del mundo occidental en las letras de su país. Su vida en Nueva York y su participación en el Renacimiento de Haarlem le dieron renombre. Escribió poemas, con sus Baladas de Constab, en 1912. Pero fueron básicamente sus novelas la que lo lanzaron al reconocimiento. Su novela emblemática Banana Bottom (1933) constituye un amplio fresco de la vida y cultura jamaiquinas. Autor sumamente hábil y de consistente fuerza narrativa es Roger Mais. Su obra fundamental The Hills were Joyful Together (publicada en Cuba como Las montañas jubilosas, 1953) y Brother Man (Hermano hombre, 1954), penetra sagazmente en las vicisitudes de la vida en una ciudad colonial.

Las letras de Republica Dominicana parecen tener un apellido como columna basal: Henríquez Ureña. Primero destaca Salomé Henríquez, poetisa que conformara una plataforma lírica en su ámbito. Pedro, acucioso investigador y ensayista, a quien se le deben, entre otros, un inicial desbroce en Seis ensayos en busca de nuestra expresión, 1928, así como una sintética pero puntual Historia de la cultura en América Hispánica, 1947. Por último su hermano menor, Max, además de múltiples trabajos críticos, se ocupó del ensayo político con Los Estados Unidos y la República Dominicana, 1919, y de la literatura con El retorno de los galeones, 1930; Las influencias francesas sobre la poesía hispanoamericana, 1937; además de una Breve historia del modernismo, 1954. Destacan también, Manuel de Jesús Galván, 1834-1910, quien con su Enriquillo, se propuso dignificar al aborigen insular, así como Juan Bosh, cuentista de excelencia, además de ensayista político. En los últimos tiempos ha tenido una amplia difusión la labor de Marcio Veloz Maggiolo, quien con su Mosca soldado, 2004, donde pasado precolombino y presente se combinan y complementan, obtuvo ya un puesto decisivo.

En Puerto Rico, la voz de un gran humanista y patriota sirvió de fundamento. Eugenio María Hostos, con sus ensayos políticos, sociológicos y pedagógicos, aportó una plataforma cívica inigualable para su país y el entorno antillano. Con su vida y su obra, Julia de Burgos constituyó todo un desafío a las convenciones de una época. Toda la libertad posible para el ser femenino podría ser el tema de sus Poemas en veinte surcos, 1938, y Canción de la verdad sencilla, 1939. Por su parte, Luis Rafael Sánchez se apoya en la cultura popular, sobre todo musical, para desde ahí lanzar una sonda que explora todo el ámbito del ser y el sentir del puertorriqueño común. Sus dos piezas fundamentales, La guaracha del macho Camacho, 1976, y La importancia de llamarse Daniel Santos, 1988, muestran su habilidad narrativa y su sagaz percepción de su entorno.

Otro novelista que ha tomado de las técnicas de la televisión y otras formas publicísticas para conformar la trama de su historia y brindar una disección compleja de su realidad es Pedro Juan Soto con Un oscuro pueblo sonriente, 1982. La narradora Ana Lidia Vega ha proporcionado una fuerza y modernidad inusitadas a la cuentística puertorriqueña. Las piezas de Encancaranublado y otros cuentos de naufragio, 1982, así como de Cuentos calientes, 1992, son buen ejemplo de su escritura reveladora e inquieta.

Martinica ha dado un gran poeta, Aimé Césaire, uno de los creadores de la teoría de la negritud y el regreso a África. Esto asoma básicamente en su libro capital Regreso al país natal (1939), que en Cuba contó con traducción de Lydia Cabrera. Césaire ha sido un poeta de extraordinario aliento, quien ha logrado construir desde un lenguaje rico y polisémico un penetrante fresco de la complejidad caribeña.

De Dominica es una autora que ha tenido un amplio reconocimiento Jean Rhys. La autora de el El vasto mar de los sargazos, donde recrea la vida de Antoinette Coswey, un personaje sacado de la novela de Charlotte Bronte, Ademas en otras obras trata el tema de la mujer en estos países, así en Después de dejar al señor Mackenzie (1930), Buenos días, medianoche (1939).

Barbados ha generado dos excelentes autores. George Lamming ha sido muy reconocido, sobre todo por su intensa y notablemente articulada novela In the Castle of My Skin (En el castillo de mi piel) que trata de la juventud en estas islas coloniales. También su novela Partes de mi ser, que recrea la historia de del mar Caribe a partir de la navegación ficticia del buque Reconnaissance, por estos mares en el siglo XVII. Igualmente notable ha sido el poeta Edward Kamau Brathwhite. Este ha hecho un sostenido trabajo de investigación del lenguaje y la música de estas islas, los cuales ha trasmutado en formas versales muy peculiares, para dar una imagen que, tanto por la forma, como por su contenido, expresan la singularidad caribeña.

Guyana ha conocido a un narrador originalísimo, Wilson Harris. En su obra más deslumbrante, Palace of the Peacock (El palacio del pavo real, 1960) hurga y funde elementos de la mitología africana y de los indígenas americanos, en el proceso de colonización de los conquistadores holandeses. La novela destaca por su estructura y su elaborado lenguaje, así como por la conjunción de realidad e imaginación.

Santa Lucía proporcionó al Caribe otro Premio Nobel en 1992. Derek Walcott, quizás el escritor caribeño más conocido internacionalmente, sustentado esto no solo por su calidad literaria sino por vivir y trabajar en los Estados Unidos, lo que le ha representado una amplia posibilidad de difusión. La obra poética de Walcott, con un lenguaje que recuerda a veces a Whitman, pero con la rica textura múltiple que ofrece el ambiente del Caribe, habla del mar, de las relaciones entre el aquí y el allá, de la fundación mítica de las islas, del mundo musical que mece estas islas. Sobresalen sus poemarios En una noche verde (1962), Otra vida (1973), El reino de la manzana estrellada (1979) y, principalmente, Omeros (1990), largo poemario a manera de epopeya antillana. Ha escrito también piezas para el teatro, como Sueño en la isla del mono (1970).

En Trinidad sobresalió inicialmente C. L. R. James, autor de la novela Minty Alley (1936) así como del ensayo histórico The Black Jacobins (Los jacobinos negros, 1938). Luego Earl Lovelace, en sus piezas novelísticas ha abordado otros aspectos como la ineficiente educación, y la mala vida en los poblados, principalmente en sus novelas The Schoolmaster (El maestro, 1968), The Dragon can’t Dance (El dragón no sabe bailar, 1979) o Salt (Sal, 1996), la cual lo hizo acreedor del Commonwealth Writers’ Prize. La peculiar influencia de descendientes de inmigrantes indios, ha sido el mundo fabular de V. S. Naipaul. Conocido por novelas como El curandero místico, 1957, Miguel Street, 1959, y Una casa para el señor Biswas (1961), su calidad literaria lo haría merecedor del Premio Nobel en 2001.

Maryse Condé de Guadalupe ha sido un nombre muy señalado estos años., principalmente por su reflejo del mundo de la mujer. Sobresale su novela Ségou, de 1984, que le granjeara varios galardones en Francia.

Este somero pase de lista (donde no incluyo significativas voces cubanas, por ser tal vez las más conocidas para quienes leen esta página) puede servir para reconocer la varia y esencial vida literaria que se ha ido fomentando en el Caribe. A pesar de su abigarramiento étnico, folclórico y lingüístico, el Caribe presenta ciertos elementos que le confieren unidad. Además del ámbito geográfico, el anhelo vital, sensualista de su gente, muy visible en su pintura y su música (no es casual que le llamaran en algún momento “islas sonantes” a estas tierras), la imbricación de historia y mito que conforman un tejido inextricable en muchas ocasiones y esa suerte de bifurcación entre estar y partir de la condición marinera en sus pueblos, creo que le confieren una singularidad riquísima y muy dinámica. Es esa vida múltiple, insatisfecha pero creciente, la que se muestra en su literatura.



manuel.odiseo@gmail.com

Tomado de http://www.radioangulo.cu

0 Comments:

Post a Comment

Subscribe to Post Comments [Atom]

<< Home

Creative Commons License
Esta obra es publicada bajo una licencia Creative Commons.