Intervención del ensayista e investigador cubano Juan Nicolás Padrón, especialista de la Casa de las Américas, durante la primera jornada de la Semana de Autor, dedicada a William Ospina
por Juan Nicolás Padrón
“Fue en una tarde de Bogotá, mientras miraba desde un café las calles lluviosas. Me pareció sentir una voz muy antigua, en la que estaba de algún modo contenido un mundo. Pensé, caprichos de la lluvia, en ese imaginario, irrecuperable mongol, que extraviado por las estepas rusas, por largas llanuras de hielo, no supo en qué momento pasó de un continente a otro y pisó por primera vez el suelo de América”. Con estas palabras introducía William Ospina El país del viento, Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura, publicado en 1992, año del V Centenario del llamado eufemísticamente “Encuentro de culturas”, y rememoraba un asunto apenas tenido en cuenta para los festejos por el aniversario del encontronazo entre el Viejo y el Nuevo Mundo: el poblamiento de América.
Se iniciaba entonces una depuración del discurso poético que potenció el definitivo estilo del escritor, centrado, o muy cercano, a la Historia. Hasta ese momento había publicado Hilo de arena, en 1986, y La luna del dragón, justamente en el mismo año en que se celebraba la llegada de Colón a las tierras americanas.
Para esa fecha ya había vivido en Francia y recorrido Alemania, Italia, Grecia y España; había regresado a Bogotá y ganado el Premio Nacional de Ensayo de la Universidad de Nariño con un ensayo sobre el poeta Aurelio Arturo, publicado en 1991; como redactor en La Prensa, se había destacado con ensayos sobre Byron, Poe, Tolstói, Dickens, Dickinson y otros temas de la literatura y el pensamiento, incluida la exégesis de una de las voces colombianas menos promocionadas a pesar de —o tal vez por— su curiosa brillantez: Estanislao Zuleta.
¿Qué Historia le interesa rescatar del olvido a este periodista culto de refinado pensamiento que cree en “el poder de las palabras” y en la capacidad de los libros para cambiar a los seres humanos?; ¿cuáles historias cotidianas deseaba enfatizar, bien desde un monólogo dramatizado o mediante la ficción narrativa, el afinado poeta convencido de la capacidad de la literatura para cambiar la sociedad?; ¿qué verdades ocultas de perdedores e invisibles pretendía desentrañar?; ¿cuál género asumir para desarrollar un discurso que era a la vez narrativo y poético, y además lograr expresiones que condujeran a una intensa fuerza dramática?
Ante esta alternativa, no reparó en continuar con lo que ya había hecho: investigaba sobre la Historia, la ficcionalizaba cuando lo creía conveniente, dejándose llevar por su propio ritmo poético. Como gran trabajador de la palabra, no se subordinó a los moldes aristotélicos, sino que persistió en laborar en varias direcciones a la vez, y lo mismo se obsesionaba con poéticas y personalidades literarias paradigmáticas como las de Borges o García Márquez, que se adentraba en temas de la historia y la política de su país, sin la actitud vergonzante tantas veces asumida por los huéspedes del parnaso.
Poeta y periodista, historiador y ensayista, si bien el poeta lograba altos rendimientos en sus ensayos —pues partiendo de dispersas informaciones “producía” una cultura nueva—, al asumir la poesía utilizaba los hechos enmascarados de la manipulada Historia para transformarlos en verdades artísticas.
Ospina hurga en la Historia con el propósito de que ella le sirva para comprender el presente. Su obra se resiste a la tradicional clasificación por géneros, e incluso resulta imposible circunscribir al autor a la ya desusada expresión de “literato” o autor literario, pues se trata de un mensajero del tiempo, un severo crítico de la modernidad americana, que debía partir de otra Historia para comenzar de nuevo su reconstrucción verdadera; y como la historia americana se inició como canto y mito, ha sido la poesía el lenguaje de esa iniciación.
Habría que identificar al primer poeta colombiano, quien fue además soldado, comerciante y sacerdote, un hombre del Renacimiento, que en el siglo XVI se movía en un vasto territorio y lo mismo buscaba perlas en la isla de Cubagua, que combatía en tierra firme desde Maracaibo al Pacífico, se ordenaba como sacerdote en Cartagena de Indias y terminaba tranquilamente sus días en Tunja: Juan de Castellanos, capaz de elevar en sus Elegías de Varones ilustres de Indias, lo que no era más que la ambición y la crueldad de la empresa de la conquista, sin renunciar a una admiración apasionada de la naturaleza americana y a un sentido de pertenencia que hacía suyos los lugares invadidos ya convertidos en “patrias”.
La obra de Castellanos, una crónica poetizada sobre la conquista, cuyos valores literarios fueron olvidados o negados por los eruditos españoles, ejerció sobre Ospina la fascinación y el deslumbramiento de una fantasía real, y desencadenó en él una búsqueda e indagación que trascendió la curiosidad meramente histórica o literaria. [1]
En pueblos nuevos y jóvenes, híbridos y reconstruidos por invasiones sucesivas y diferentes, a solo unos cinco siglos después de que los vencedores superpusieron sus paradigmas a riquísimas tradiciones, enfrentando cañones a flechas, usando mallas de acero frente a las macanas, imponiendo una cruz a serpientes emplumadas y jaguares antropomorfos, la Historia tendría que contarse de otra manera; hay informaciones negadas, culturas profanadas, mundos olvidados, una lengua transformada por la mixtura con muchas otras y enseñanzas postergadas de siglos de saqueo y exterminio, de dominación y estrategias para continuar la explotación.
Cuando se escribe poesía basada en hechos históricos que alguna vez se establecieron, la narración poética, consciente de transformar la historiografía tradicional en verdades artísticas de lo acontecido desde otra perspectiva y bajo un procedimiento quizás más difícil, debe producir un ambiente que resulte verdadero, porque ello también puede contribuir a un pensamiento similar al de una época en que mitos y mitologías sobre la naturaleza eran más frecuente y dominaban el ideario; de esta manera, se acerca al lector contemporáneo a una situación mucho más fiel a la verdad histórica de aquellos hombres de aventura y pasión enfrentados a un mundo desconocido.
En ese sentido, Ospina mantiene una coincidencia con el pensamiento orientalista que lo hace alejarse de estereotipos al intervenir en una realidad histórica que siempre ha tenido una direccionalidad hegemónica occidentalista, y por tanto no inclusiva y sin armonía con la naturaleza, siguiendo la racionalidad europea, más mística que mítica. El poeta pone énfasis en la vertiente de su hibridez menos promovida, acercándose más a la otra orilla de una América en que los pueblos del desierto o de las praderas del norte no tenían fronteras con los que habitaban el mar de los caribes, ni con los que vivían en el río grande llamado hoy Amazonas o con quienes vivían silenciosamente las mesetas del altiplano de los actuales Andes.
Profundizando en la ficcionalización de una dramática historia de colonización en América, intentando recomponer una cartografía más erudita y real de la invasión y el genocidio americano, Ospina parte del ideario y de la cosmogonía, del pensamiento teogónico de los tradicionales ancestros de civilizaciones americanas antes de la invasión del “hombre blanco”. Este factor lo hace ser un radical, porque va a las raíces, completa el valor del mito y las leyendas, les ofrece un lugar más preciso que el asignado por el pensamiento europeo, que nunca ha comprendido la proyección de americanidad presente en las actuales sociedades de este hemisferio.
En sus textos no hay separación entre naturaleza y cultura porque ambos conceptos no resultan excluyentes, sino que se complementan mediante huellas de una historia y en una presencia cotidiana. El lenguaje simbólico recurre a procedimientos similares a los empleados por los pueblos testimonios, que enarbolan esa misma relación cultural con su entorno; y todo ello lo realiza el poeta sin olvidar el legado europeo, la importantísima contribución de los pueblos de las Españas y de otras etnias ya crecidas, antiguamente llamadas bárbaras por los romanos.
Con esas cartas encima de la mesa, no hay escamoteo ni renuncia a lo evidente: el mito, que es sobre todo una fuerza cultural con finalidad ética y estética, y por tanto ideológica, constituye uno de los pilares en la reconstrucción del pensamiento americano, a pesar de las inexactitudes arrastradas hasta hoy por la tergiversación de siglos de conquistas, las dificultades para desentrañar la lengua de los aborígenes y por tanto su real pensamiento, y la traslación de ella al lenguaje escrito desde una tradición generalmente oral y ágrafa.
Ospina cree en las “fusiones complejas, en textos mezclados, hibridaciones y flores nuevas”, tal como expresaba Derek Walcott al recibir el Premio Nobel, en mitos que se esconden en una infancia de sueños y se traslucen al contemplar “la luna del dragón”, esa curiosa solidaridad poética con la naturaleza ancestral o arqueológica que se contemporaneiza porque el poeta no se distancia de la Madre Tierra y se sabe parte integral de ella.
Su cultura siempre está presente en la elaboración del discurso poético, formando parte consustancial de él y de cada tema implícito como resultado de una experiencia asimilada por su verso espontáneo y fluido de historias, que siendo locales o personales pueden desbordarse al Continente y a la humanidad; ahí está el relato contado en primera persona del hombre del campo que pasó por ser soldado y termina como hombre de ciudad en el poema “Un viejo historiador cuenta su historia”: ¿en qué sitio del planeta no ha sucedido algo semejante? No hay divisiones tajantes entre la prehistoria y la historia de América, como no existen límites precisos entre los personajes que habitan su literatura y las personalidades de la historia americana, las grandes escenas de ficción y los trascendentales acontecimientos de la realidad, los escenarios escogidos por los escritores y los espacios en que ocurren los hechos.
En batalla con las palabras para expresar este total mestizaje con verbo nuevo, también se deslumbró el fundador Juan de Castellanos, empeñado en describir lo que nunca había visto, obligado a “nombrar las cosas”. No es casualidad que para continuar estos pasos y enrumbar un definitivo camino en su poética, Ospina publicara un volumen de ensayos sobre Aurelio Arturo, el poeta colombiano de un solo libro, Morada al sur, más que suficiente para consagrarlo en la lírica de todos los tiempos de su país y de América, en una época en que ya estaba cumplido el proceso civilizatorio, poniendo fin a un galopante proyecto de modernidad que entró definitivamente en crisis.
Periodista polémico sobre temas políticos, culturales, sociales, económicos, jurídicos, militares, antropológicos, filosóficos… mezcla curiosidades de la Historia con argumentaciones del mundo del Derecho o cuestiones que tratan sobre técnicas literarias con artículos de opinión sobre elecciones y cumbres de jefes de Estado, en una interacción provocadora que desentraña realidades incómodas e integra una historia segmentada que cuestiona o disiente de los últimos estigmas del colonialismo cultural europeo y de los desmanes de la estrategia de dominación del actual imperio.
Cuando se acerca a la Historia prefiere las personales, las de los comunes, o también las de las grandes personalidades históricas o literarias, pero marginadas por las corrientes al uso, como ha sido Pedro de Ursúa. En la escritura poética, necesita imaginar monólogos como el de Virginia Woolf en su tránsito hacia el suicidio, o la conversación sorda de Franz Kafka con su padre o familiares y novia, para intentar salvarse del hastío de los vivos. Se dirige a Nietzsche para hablarle de las muertes de Occidente como preludio a otras muertes personales, las que va anunciando Einstein sin desearlo.
En estas relaciones de literatura y otras vías de conocimiento se le ha comparado con Borges porque ambos han tenido similares obsesiones en sintetizar saberes muy dispares desde su condensación y así sentirse mejor preparados para profundizar en los detalles; los dos mezclan géneros como propuesta para entender mejor una cultura de mestizaje e hibridación común al americano; uno y otro, como casi todos los escritores de acá, han sido periodistas, poetas, narradores, ensayistas, historiadores… En última instancia, los temas puntuales de su poesía son los de siempre: el transcurrir del tiempo, el misterio de la muerte, la inevitable memoria…
La obra poética de William Ospina comprometida con el discurso de la Historia, tiene en cuenta a una América con todas su culturas, como una sola tierra y miles de pueblos que siguen prometiendo la convivencia pacífica basada en el paradigma del respeto a cada diferencia. El poeta profundiza en los relatos contados, en informaciones publicadas a medias o segmentadas y escamoteadas en su fantasía por un exótico racionalismo que nunca vio “perros de pelaje dorado” o “verdes tigres del mar”.
Su poética es la poesía americana sin fronteras, una tienda dakota o la historia de quien ha llegado de la Isla de Pascua, los ojos vigilantes de Walt Whitman por el norte y la protección amorosa de Gabriela Mistral desde el sur. Y su “Yo” suele tener muchas mudas que se acomodan a cada poema, ventrílocuo al modificar su voz desde adentro o adoptar la tradicional narración de hechos, que se relatan en versos y no pocas veces incursionan en propuestas de temas para ensayos; o se impone la crónica, el informe de viaje, la carta de relación, el cuaderno de bitácora o el diario de navegación. Casi siempre vive otro personaje, además del autor, que cuenta esas historias, pero por lo general convive a un lado, sin meterse mucho, más bien lejano pero vigilante, atento y escuchando, presto a intervenir en el instante en que se requiere mayor lucidez. Conquistadores y derrotados, colonizadores y marginados ofrecen sus versiones respectivas; nada está de un solo lado ni todo comenzó cuando llegaron los invasores.
La integración temática y la síntesis expresiva, en la singular batalla con las palabras, constituyen las direcciones principales del interés del poeta. Amplios recursos literarios como la yuxtaposición o expresión paralela y el disfrasismo de palabras, la primera como recurso nemotécnico para recordar, propio de la poesía oral, y la segunda como conjunción de dos palabras para expresar en su conjunto una idea diferente a la que aludirían por separado, rescatan técnicas presentes en las expresiones literarias de la América prehispánica.
Cada obra relacionada con esta historia despierta el amor a una identidad todavía por descubrir en su comunicación ancestral, en la que se integran y sintetizan geografía e historia, ética y política, literatura y mito, biología y lenguaje, religión y religiosidades, naturaleza y sociedad, cosmogonía y filosofía, ciencia y experiencia, alma y sueños, conocimiento y saberes, vida y muerte… Costaría trabajo y sería poco útil delimitar cada disciplina en este “país de los vientos”, continente hecho de voces, es decir, de aire.
La eficacia de su denuncia frente a las sucesivas intervenciones colonialistas, cada día está más vigente en este conteo regresivo que ya está exigiendo la Madre Tierra. La zona y hoy departamento del Vaupés, conocido desde el siglo XVI por innumerables misioneros dominicos y jesuitas, ha sido sistemáticamente saqueado desde entonces y exterminados los numerosos pueblos indígenas que lo habitaban en plena armonía con la naturaleza; hoy quedan solo unas decenas de etnias que continúan desapareciendo gracias a la “civilización”; allí hay agua y árboles todavía; en esas mesetas aún podría cantarse: “Qué son las canoas sino los árboles cansados de estar quietos. / Qué son los postes de colores sino los árboles hundiendo sus raíces en el cielo. / Qué son los puentes colgantes sino los árboles jugando con el viento. / Qué son las alegres fogatas sino los árboles contando su último secreto”.
--------------------------------
Nota:
1.- En la “Elegía VII” Castellanos describía a Diego Velázquez, por lo que resulta esencial este poema en la reconstrucción de la imagen física y espiritual del primer gobernador de Cuba: “Fue persona de cuerpo bien dispuesto, / robusto de sus miembros y velloso, / algo moreno, pero de buen gesto, / suelto, valiente, fuerte y animoso; / gastó sus bienes, mas con todo esto / fue menos liberal que codicioso; / tuvo gran copia de oro, plata, cobre / y al fin de su jornada murió pobre”.
Tomado de La Ventana
1 Comments:
Iluminador artículo.
Gracias por mantener este gran blog, vehículo de literatura de la buena
Post a Comment
Subscribe to Post Comments [Atom]
<< Home