Tuesday, September 19, 2006

Entrevistas: «Del exilio se vuelve cambiado, otra persona»: Benedetti

Literatura«Escribí lo que me salió de las pelotas. Si tenía éxito, bien, y si no, pues nada.»

por Juan Cruz

Tuvo que huir de una dictadura que se ocupó de perseguirlo en Argentina y Perú. Pasó por México, por Cuba y por el reino borbónico. Esta semana ha cumplido 86 años con la tristeza íntima de la muerte de Luz, su compañera de toda la vida, y una sensación de soledad. Afincado firmemente en su Montevideo, la sonrisa le vuelve cuando habla de fútbol y de la política de hoy.

Mario Benedetti inventó la palabra desexilio cuando pudo volver a Uruguay, tras los años de plomo de la dictadura. Pero no hay una palabra que le quite la tristeza de verse solo después de sesenta años con Luz. Era su mujer y murió después de un grave y lento proceso de Alzheimer. Cuando nos sentamos con él, en su casa de Montevideo, se levantó de pronto, cruzó la sala donde recibe las visitas, fue hasta la estantería que hay junto a la computadora y vino con una fotografía que le acababa de traer su hermano Raúl.

En la fotografía, los matrimonios de los dos hermanos. Luz murió y la esposa de Raúl está hospitalizada con la misma enfermedad (luego moriría). Cuando nos enseñó la fotografía, Mario comenzó a sollozar, así que cuando pudimos hablar de nuevo, sobre él pesaba la sombra de una tristeza a la que él ya no le ve final.

Acaba de cumplir 86 años. Una larga vida de poeta, novelista, articulista, activista político. La policía militar de su país lo persiguió por el mundo ―Buenos Aires, Lima, La Habana― para que cumpliera la condena de muerte implícita que pesaba sobre él. España fue su penúltimo refugio. En Mallorca vivió años muy felices, lo dice él, y en Madrid se hizo con casa, amigos y esperanzas hasta que pudo volver.

Fue entonces cuando inventó la palabra desexilio: acostumbrarse a vivir en el país que fue el suyo. En todas las partes sus recitales son como los de un músico de rock, en todas las ferias del libro le piden autógrafos como si fuera un actor de cine, y muchos músicos ―Viglietti, Serrat, Tania Libertad― hicieron de sus poemas música de amor y de resistencia.

Muestra momentos de cierta felicidad, pero está herido. La muerte de Luz fue un tremendo mazazo. Recordé a Benedetti en Madrid, un día después de una de las operaciones que lo tuvieron postrado hace años. Le llevábamos los diarios para que cumpliera uno de los ritos principales de sus mañanas. Uno de esos amaneceres lo vimos desmejorado, sin afeitar. “Tienes que afeitarte, Mario; así pareces más enfermo.” Al día siguiente volvimos y preguntó como un adolescente “¿No decís nada? ¿No has visto que me he afeitado?” Esa combinación de tristeza e ironía, y de ingenuidad a veces rabiosa que hay en sus versos y en su vida, es la música que debe sonar de fondo cuando se lo oye hablar.

¿Cómo eran sus padres?

―Había un gran desnivel cultural entre ellos... Mi padre era químico y enólogo, y mi madre casi no había acabado la primaria. Mi madre era bastante caprichosa, no se llevaron bien. Mi padre era un tipo muy inteligente, generoso, buena persona. Y como profesional era excelente.

¿De dónde le venía esa relación con el vino?

―Era químico, farmacéutico; cuando acabó su carrera era soltero, y era complicado para él conseguir trabajo. Le dijeron que a lo mejor en el interior del país podía ingresar como químico en alguna farmacia. Y se fue a Paso de los Toros. Le dieron trabajo en una farmacia cuyo dueño llegó a apreciarlo mucho. Le decía: “Vamos a dar un paseo, y así yo me tomo un remedio”. El remedio era caña, una bebida muy fuerte. Fue en Paso de los Toros donde mi padre conoció a mi madre. Y se casaron. Yo tengo el recuerdo de Paso de los Toros.

Y se fueron de Paso de los Toros...

―Sí, a Tacuarembó. Ahí mi padre tenía un amigo farmacéutico, quería vender la farmacia. Y mi padre quería comprarla. Como eran tan amigos no exigió ni contrato ni inventario; cuando mi padre se quedó con la farmacia halló que estaban sólo los envases de los medicamentos; ¡todos los envases estaban vacíos! Aquel tipo lo engañó. Quisieron embargarle la farmacia a mi padre, y él creyó que la podía sacar adelante. No pudo. Ese embargo pesó mucho sobre él y terminamos yéndonos de Tacuarembó. Cuando yo tenía cuatro años nos vinimos a Montevideo.

¿Y lo del vino?

―Lo del vino viene de mi abuelo. Mi abuelo tenía unos cinco títulos. Era un sabio. Se llamaba Breno Mario Edmundo Renato Nazareno Rafael Armando mi abuelo. El era enólogo. Piria, el creador de Piriápolis, que era un bandido, supo que mi abuelo sabía mucho de vinos, y lo llevó para que le armara la bodega y le hiciera los vinos. Pasaron los meses y no le pagaba nada, y mi abuelo quiso irse. Pero la única manera de irse era en los barcos de Piria, y éste se los negó

¿Y cómo se fue?

―¡Se vino a pie! Atravesando campos, desde Piriápolis a Montevideo. Caminando.

Fantástico.

―Luego lo contrataron, alcanzó seguridad económica y se trajo a la novia. Que estaba en Italia. Mi abuela era sorda como una tapia, pero intuía, y si notaba que se estaba diciendo algo cómico, ella se reía como una loca. Cuando él percibió que mi padre estaba en mala situación, en Montevideo, le enseñó lo de los vinos. Y como mi padre era químico, asimiló muy bien esas cosas. Por eso fue enólogo.

Esto del vino debe dar un carácter especial.

―Debe ser. En aquella época, como dice mi hermano Raúl, los vinos aquí eran horribles, malísimos. Donde mi padre y mi abuelo intervinieron, los vinos eran buenos. Mi abuelo también fue astrónomo; el Estado le encargó un observatorio, que tuvo en el jardín de su estancia. El anunciaba el tiempo, las tormentas, y mandaba los partes a Montevideo.

¿Cómo se fue haciendo usted?

―Aprendí a leer solo. Me pusieron en el colegio alemán, y fui enseguida a segundo, porque yo ya había leído a Julio Verne y a Salgari. Allí, en el colegio alemán, nos enseñaban a golpes.

¿Eso lo marcó?

―Me marcó en varios aspectos, y me hizo aprender un idioma, el alemán, que es hoy el idioma que manejo mejor...

Incluso ha sido actor en alemán...

―El idioma que uno aprende en la infancia es el que uno aprende mejor. Nos separaban a los que hablábamos alemán o español con nuestras familias. Eso originó una guerra entre los que hablábamos español y los que hablaban alemán en casa, ¡se producían unas piñatas espantosas en los recreos! Ahí aprendí a jugar al rango. Nos hacían jugar juntos, a ver si mejorábamos la relación. El alemán que me tocaba a mí se agachó, yo iba a saltar, y de pronto el tipo se tira al suelo y yo salí volando, hasta que di con la boca en una vereda. Yo le hice luego lo mismo. La peor penitencia era que el director te llevaba al despacho, te daba una paliza.

Qué disciplina. ¿Qué huella le dejó?

―Me hizo muy disciplinado, muy estricto, muy puntual. Ese rigor tenía su desventaja. Una vez nos daban una clase de carpintería y un hijo de alemanes tuvo una discusión conmigo; tenía un cuchillo, me lo tiró y me lo clavó en una pierna. No era fácil la vida en el colegio alemán.

¿Y cómo se dio cuenta de por dónde iba la vida, de cómo era su país?

―Vas tomando conciencia de a poco... Y del país me di cuenta más tarde, cuando ya empiezo a comparar. A mí siempre me gustó Montevideo, porque aquí me pasaron cosas buenas y malas. Soy montevideano, desde los cuatro años vivo aquí.

Y casi en todos sus libros está Montevideo...

―Y me atrae porque siempre ha tenido un buen nivel cultural; fue durante muchos años el país con mayor alfabetización de América latina. Cuando era un niño empecé a leer y leer. Los primeros versos de mi vida los escribí en alemán, ¡los profesores no se creían que fueran míos! Tuvo que ir mi padre para certificar que de veras los había escrito yo.

Era un país feliz...

―Nos hizo mucho bien el fútbol. Fuimos campeones olímpicos de fútbol en los años veinte, en 1924 y en 1928, y en 1950 le ganamos a Brasil la final de la Copa del Mundo en el Maracaná. Gracias al fútbol nos conocieron en el mundo. ¡Cuando ganamos las Olimpíadas, en París, la gente no podía creer que un país tan chiquito, que casi no estaba en los mapas, saliera campeón! Cuando ganamos en 1924, me acuerdo que estábamos en Tacuarembó, y mi padre escuchaba una radio española con unos auriculares que no sé de dónde se sacó. En 1928, ya en Montevideo, seguíamos los resultados en la plaza Libertad, a través de unas pizarras. Uruguay jugaba la final, con Italia, y bajaban los cartelones: “Uruguay cede corner, Italia cobra off side”. ¡Uruguay ganó 3-2!

¡Sus dos países frente a frente!

―El fútbol hizo feliz a Uruguay, le dio importancia, personalidad. Que un país tan chico tuviera cuatro títulos mundiales era una cosa increíble. Y lo del Maracaná ya fue el colmo.

Un orgullo.

―Además, todo eso coincidió con un buen momento económico; no veías mucha miseria, siempre había algunos suburbios de pobreza, pero la gente vivía bastante bien.

Y, como diría respecto de Perú su tocayo Vargas Llosa, ¿en qué momento se jodió Uruguay?

―Yo creo que fue sobre todo la crisis económica la que lo precipitó todo. Antes se había acabado el buen fútbol, se fueron los buenos jugadores. Se acabó la guerra de Corea y le dejaron de comprar productos a Uruguay, como la carne y la lana. Los gobiernos de los que siguieron a Batlle no alcanzaron la altura de éste. ¡Durante 174 años ganaron gobiernos conservadores, hasta ahora mismo, que ganó el Frente Amplio!

En 1973 surgió una dictadura brutal...

―Surgió la tortura, la corrupción, el soborno, y enfrente estaban los tupamaros. Los tupamaros creían que la revolución iba a ayudar a la redistribución de la poca riqueza que le quedaba al país. Y los ricos, los militares y los gobernantes aceleraron la represión y la tortura. Ahí empezó todo.

Usted hizo política...

―Estuve en uno de los movimientos que se integraron en el Frente Amplio. Fue una experiencia dura, porque tienes que decir en la tribuna algo con lo que no siempre estás de acuerdo. Además, no improvisaba los discursos, los escribía, y eso para un político no es nada bueno. Un día me vinieron a avisar unos amigos: me iban a meter preso en menos de 48 horas.

El exilio.

―Yo no me quería ir. “¡Te tienes que ir!”, me decían, “¡te van a torturar!” Hicimos un acto por la libertad de Daniel Viglietti y después me marché a Buenos Aires. En Buenos Aires estuve poco; era la época de López Rega. Y López Rega sacó una lista de personas que debían dejar el país, porque si no, las mataban. Entre esas personas estaba yo, el único extranjero. Me fui a Perú. Allá me dieron trabajo en un diario, con la condición de que no dijera ni media palabra de política: ni de Uruguay ni de Perú ni de Estados Unidos. Mis artículos versaban sobre literatura.

Un día tocaron el timbre abajo. Era la policía, me querían deportar. Me dieron a elegir: Cuba, Ecuador o Uruguay. Mientras lo iba pensando, el tipo que me fue a avisar de la deportación se fue durmiendo, y yo aproveché para deshacerme de los papeles comprometidos. Cuando se despertó me rogó: “Por favor, no les diga a mis superiores que me quedé dormido”.

Fragmento de la entrevista. Puede continuar leyendo en el siguiente enlace:

http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=3361


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