Ella dejó rodar por sus hombros los tirantes de la bata blanca que tenía puesta frente a él, dando visos de cierta timidez, porque en ningún momento apartó su mirada del piso ni siquiera cuando lo escuchó llamarla por su nombre. Él, sentado en la cama comenzó a deshacerse de su ropa, apresurado.
Apagaron la luz de una vieja lámpara colocada en una esquina del cuarto y la oscura, y perenne quietud los acogió en su intimidad.
Fue ella quien volvió a tomar la iniciativa, y tomando su mano derecha la colocó sobre sus pechos. Él estaba decidido a ir con ella al infierno de ser posible, a pesar de la incomprensión de sus familiares, que no entendían una relación de tal naturaleza.
Para ellos, sólo la locura podía explicar un comportamiento anormal y aberrante como el suyo, pero él se sentía feliz como nunca antes lo había sido en su vida.
Él alcanzó su pantalón e introdujo su mano en uno de los bolsillos delanteros, sacó una navaja y la colocó en la mano de ella. No se escucharon gritos tampoco nada que hiciera pensar en un pacto suicida. Todo el ambiente estaba en calma, en una absoluta calma capaz de sumir a cualquiera en una experiencia mística.
A la mañana siguiente dos transeúntes lo encontraron en la parte trasera del hotel, llamaron a la policía y en quince minutos el lugar era un hervidero de policías y curiosos. Un oficial lo sostuvo por un brazo para ayudarlo a introducirse en el vehículo.
El automóvil arrancó entre los gritos de la muchedumbre siempre hambrienta de malas noticias. Todavía a los lejos se podía ver cómo él se esforzaba para volver el rostro, con una angelical sonrisa de niño maldito en la boca.
Daniel Montoly©
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