Thursday, July 30, 2009

Para Jorge Enrique Adoum

Adoum fue de esos creadores literarios que reveló la dolorosa historia de una cultura autóctona pretendidamente sometida a la opresión de otra cultura impuesta por la filosofía del despojo y de la sangre

por Nancy Morejón

A veces soy feliz pero amanece
Jorge Enrique Adoum


El poeta Roberto Fernández Retamar, en una entrevista relámpago trasmitida por el Noticiero Nacional de Televisión, anunciaba la infausta noticia. Ha muerto uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum cuyas obra y carrera profesional estuvieron ligadas, como pocas, al nacimiento de la Casa de las Américas de La Habana. Ninguno de los poetas jóvenes de los años sesenta olvidaremos la pulcritud, la profunda filosofía emanadas de su cuaderno Y Dios trajo la sombra (1960) primer poemario que obtuviera Premio Casa recién instalado por aquella época.

En aquellos versos (“¿Qué pasará?”), respiraba la esencia de las culturas indígenas en su más clara conciencia continental y vaticinaba el poeta la existencia del “cóndor, asediado de aves negras”, rodando “tuerto desplumado hasta la plaza”. He pensado que se nos ha ido “el turco Adoum” en pleno fragor de una América nueva, alentada por los ideales de José Martí y Simón Bolívar, pero que, sin embargo, ha sido capaz de protagonizar, en Honduras, un capítulo que por su naturaleza infunde pavor porque habíamos contribuido a su definitiva sepultura. Los poemas de Y Dios trajo la sombra están vigentes como nunca, alcanzan hoy su mayor esplendor.

Nacido en Ambato durante 1926, Adoum fue de esos creadores literarios cultivadores de diversos géneros empeñada su expresión en revelar, mediante un lenguaje artístico, la dolorosa historia de una cultura autóctona pretendidamente sometida a la opresión de otra cultura impuesta por la filosofía del despojo y de la sangre. Es curioso que, comprometido con las causas más nobles de su tiempo, Adoum compartió en su vida y en su obra la experiencia del mito de París al que cantó en un largo poema —uno de sus últimos títulos— los argumentos de una errancia parisina a través del acontecimiento que fuera la legendaria Comuna de fines del siglo XIX.

Anclado en ese sentido del ejercicio de un oficio literario que bailó al compás de emergencias políticas, siempre de vanguardia, este poeta audaz, bohemio, autóctono, nos abrió el camino de la entrega a una vocación sólo detenida en el momento en que debemos optar por el mejor destino de nuestros semejantes.

Fundamentalmente poeta y narrador, Adoum publicó unos treinta libros que incluyen crítica, artículos, ensayos y teatro, entre otros. Cualquier lector que quiera acercarse a su producción, deberá detenerse ante los siguientes titulos: Ecuador amargo (1949); Entre Marx y una mujer desnuda (novela, Premio Xavier Villaurrutia, de México, 1976); Del amor las palabras (Antología, 2001) y su estudio sobre el gran pintor Guayasamín: el hombre, la obra, la crítica. Cosmopolita y telúrico, su verso exploró los dominios más secretos de la escritura y supo compartir, en un equilibrio envidiable, la nobleza de las tradiciones y el desgarramiento de las rupturas.

Adoum nos deja su lección, su amor por la condición humana en cuyas fuentes aprendí lo suficiente como para unirme a su trazo, aquel que diseñó uno de los retratos más conmovedores de Haydee Santamaría. Por eso, esta mañana, quizás ciega en el dolor que nos causa su desaparición física, amaneció y amanecerá Adoum, ya pequeñito y gigante, colgando entre los cerros de Quito un cartel que dice: Se prohibe morir.

La Habana, 4 de julio, 2009
Tomado de: La Ventana

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