por Ernest Pépin
Reiterar que se trata de una escritura profundamente lírica la del Cuaderno, que se despliega en ondas clamorosas que logran azotar los duros arrecifes de una razón amañada y de un humanismo demasiado mediocre. Y cada golpe despedaza la frase, la obliga a astutas contorsiones, a esquiveces inesperadas, a centelleantes salpicaduras, a sorprendentes movilidades. Está claro que el efecto perseguido es el de desequilibrar las edificaciones supuestamente cartesianas mediante una especie de exageración de la razón, mediante una desmesura que es a la vez cincelada y barroca.
Reiterar que se trata de una escritura que también sabe concentrarse en enunciados lapidarios, abrirse al filo de las heridas históricas o íntimas, triturarse como áspera simiente o como espasmo desgarrador.
Reiterar que esa escritura surge primeramente de las bodegas de los barcos negreros para luego vincularse a las pulsiones y los impulsos de un torbellino que, entre vértigo y memoria, intenta encontrar el camino hacia un paraíso perdido para siempre.
Reiterar que toda la trágica gravedad de la plantación, todas las enajenaciones de la dominación, todos los avatares de una historia enceguecida por el dolor existencial, todos los callejones sin salida de la sumisión, todas las falsas maldiciones del racismo se han como dinamitado en esa escritura proyectada hacia un rechazo mayor: el de la deshumanización.
Y en eso consiste el desafío asumido en convulsas frases que son como un escudo, como lanzas inflamadas que justamente pretenden preservar la posibilidad de una reconciliación consigo mismo y contra todos los monstruos infames que deshonran la dignidad humana.
De ahí esa postura bíblica, unas veces implorante, otras, insolente, atormentada por la santa cólera de un Moisés armado con las tablas de la ley.
De ahí esa escritura de misionero del castigo y de la redención que, unidos, se consagran a la salvación.
Mi voz será la voz…
Y para ustedes hablaré…
Palabra donde tiene lugar la más sincera de las rebeliones y la más hermosa de las adhesiones a una ética de la libertad.
Palabra, pues, de alegato en el Discurso sobre el colonialismo, donde, como erudito fiscal, acorrala la falta de la falta, lo fraudulento, lo ilegítimo, la inmunda lepra de los fraudes cometidos para quedar inmunes, para ser exonerados de un pecado ilusorio: el de ser negro, esto es, de acuerdo con la inmensa mayoría, inferior al género humano.
Escuché en un filme los siguientes parlamentos:
—¿Con qué derecho ha empujado a esa mujer?
—¿A qué mujer se refiere? ¡Aquí solo se ven negras!
En el centro de ese discurso se halla el otro, prisionero de una teratología imaginaria; el otro, descalificado justamente a causa de su otredad; el otro, como repulsiva e infernal máscara de la fracción por sí mismo rechazada. El otro, infrahumano, extra-terrestre, “estiércol de los cañaverales”; el otro, jamás destronado, pero nunca distinguido debido a la primacía de la esencia. Y ese discurso del otro, Césaire lo eleva desde las profundidades de los subterráneos del Vaticano, de los sótanos de la filosofía, de las cloacas (¡recordemos a Víctor Hugo!) de todo el pensamiento, de toda la moral, de todo el sistema en el que se elabora la exclusión y la dominación de una gran parte del género humano.
Discurso inevitablemente subversivo por su origen, por su proyecto, por su formulación.
¡No se trata, en efecto, de lamentarse! ¡Ni de gemir en la intimidad! Se trata de salvar a la víctima y al verdugo trasladándolos al único espacio en el que su relación puede resultar posible: el espacio del humanismo.
Las palabras de la víctima transportan esqueletos, tiburones, sangre, sueños desplomados, tenaces pesadillas, imposibles existenciales, sollozos negros.
Sin embargo, lejos de esterilizarse el esputo del dolor, las palabras de la víctima replantean el horizonte, reorganizan el pensamiento, lanzan una esperanza, asumiendo la totalidad de lo humano. Se crea entonces un espacio para abrir brechas de ternura, para las cabelleras sueltas, para los espléndidos rubores, alas de albatros y polen. El vocabulario del dolor es tan biológico (y psíquico) como el de la esperanza, que a menudo se aferra al paisaje (exterior e interior), igual que la barca que conduce a la tierra prometida.
Las palabras del verdugo quedan profundamente esculpidas en el inventario poético de lo inaceptable. Se hacen palpables en las huellas, en las cicatrices, en los surcos, como una escritura en la escritura que viene a espesar el sentido y la sangre.
El tránsito de la tierra condenada a la tierra prometida, de la barbarie al humanismo, se opera gracias al apoyo de la migración, del viaje, del movimiento (del caballo), del flujo del mar y hasta del pensamiento, de la germinación. Y entonces toda una proliferación energética resulta convocada.
¡Nos elevamos!
¡Santo y seña!
“Los cien purasangres relinchando sol”
“Esencial paisaje”
“El párpado de los rompientes”
“El mar aspirando la paz del sacrificio”
(en el poema “Los purasangres”)
“Plátano patético” (en “Supervivencia”)
“la leche de los manzanilleros” (en “El bosque virgen”)
“los ñames andan bajo el sol a grandes pasos de brechas de estrellas” (en “Tambor III”)
“El hibisco que no es más que un ojo reventado
Del que cuelga el hilo de una larga mirada, las trompetas de los gavilanes,
El gran sable negro de los flamboyanes…” (en “Elegía”)
Como si la palabra, la frase, el verso, lo dicho, debieran llevarse en las suelas de los zapatos esa renaturalización de los conceptos más abstractos. Esa domiciliación de un imaginario vibrante con todos los componentes del paisaje y del terruño. Hay en Aimé Césaire un viejo campesino que escruta los misterios de las hormigas locas, el crecimiento invisible de la planta, las extrañas y contagiosas formas que inflaman la bárbara hermosura de una realidad en la que las raíces se confunden con las líneas de la mano, donde el vaivén de los órdenes de lo viviente rompe las fronteras y proyecta la inmensa libertad de una estética del desorden y de la comunión.
Durante toda su vida extrajo del paisaje la fuerza de una revitalización y la formulación sublime de un universo en el que el pensamiento acepta las incesante metamorfosis por donde, contradictoriamente, pasan las pesadillas y los sueños.
Y entonces se habló de surrealismo. ¡Se llegó a hablar de un surrealismo negro! “¡Nunca fui surrealista!”, me confió Aimé Césaire con voz casi indignada. Cuando la mirada transforma lo observado en rememoración de los orígenes, en un irresistible desfile de monstruos, en coalescencia de la diversidad y, finalmente, en principio mismo de la fragua de la verdad, lo surreal aparece. Pues nada es más onírico que lo real. Basta con tomar un microscopio, un catalejo, para constatarlo.
En este sentido, Aimé Césaire acaso manifiesta un realismo extremo: el que le devuelve a lo real toda la lucidez de una mirada cuyo suelo es fertilizado por una suma de saberes. Y en su compañía quedamos atrapados en el “el sagrado y vertiginoso resplandor primordial del reinicio de todo”.
Recuerden:
“el plátano da brillo a su sexo violeta”
“el cerro olvidado, que olvida saltar”
“las estrellas más muertas que un balafón reventado”
“La muerte hipa como el agua bajo los cayos”
“las hierbas balancearán para el ganado dulce navío de la esperanza el largo gesto de alcohol de la ola.”
(En Cuaderno de un retorno al país natal).
“el párpado del rompiente de nuevo se cierra”
“fuego, justo fuego del mango nocturno cubierto de abejas”.
“lagartos que engullen el sol”
“el chorro del gran mapú”
“la raza real de los almendros de la esperanza”
“el abrazo de las sanguijuelas fraternas”
“la palma a través de sus dedos se evade como un recuerdo”
“un ramillete de colibríes”
“todo un mayo de cañeros”
“cuando las cuaresmas perseguían por los cerros el insólito rebaño de rubores espléndidos”.
Cuando digo que Césaire es también creole, me refiero al hecho de que sus imágenes se construyen sobre un imaginario creole, como el diamante en la cima de la sortija. Para escribir como él no basta con mantener una determinada intimidad con el paisaje, sino también con esa limadura creole imantada por el metal de las visiones.
Pero cuidado. No se trata del antiguo universal celoso, estrecho, excluyente. Se trata de un universal que acoge a todos los pueblos, a todas las pieles, a todas las culturas en el insólito ramillete de una conciliación fraterna. De un universal que hace que el occidente, gran director de orquesta de las cacofonías coloniales, se repiense en tanto que simple componente del gran concierto del mundo. De lo que se desprendieron la primacía de la identidad, las culturas, la cosmogonía, la exigencia de justicia, el gran rechazo a un nazismo que precedió a Hitler, que él transformó en racismo de estado y que aun hoy saca sus envenenados tentáculos filosófico-culturales, que se escabulle por los rincones, por los graneros y las bibliotecas, incluso por los templos de aquellos que se imponen el imposible fardo de la belleza única, de la bondad única, de la moral única. En una palabra: de la civilización única.
Y pobres de nosotros que no vemos que la llamada mundialización no es sino la forma suprema de una colonización tal vez más asesina, pues mata el alma de los pueblos. Cuando todo el mundo se vista con pantalones vaqueros, cuando todos hablen una misma lengua, cuando todo el mundo se ponga pelucas rubias, cuando el mundo entero festeje el Halloween, entones llegará la época de una terrible e inhumana glaciación: la de las culturas muertas, de las diversidades asesinadas. Dicho en otras palabras: ¡el combate nunca termina! Y será una oscura noche sin las espigas luminosas de esa poesía.
Hoy, la rebelión brama en el slang de los jóvenes. Césaire cultivaba otro slang y otro rugido. Pero de todas formas existe cierta continuidad: la de la denuncia y de las insolencias salidas de las cascadas de palabras y de los confetis de chispas, de brasas. Y son las palabras delincuentes de nuestros pueblos cautivos, que se echan la cuerda al cuello cotidianamente. En la escuela, en los supermercados, en los anuncios publicitarios, en todas las imágenes degradantes de ellos mismos. Ha llegado el momento de que en Martinica y en Guadalupe se compren más libros que botellas de champaña y que nos condenemos nosotros mismos a hacer realidad la emergencia del genio de nuestro pueblo.
Esa palabra existía. Le hacía falta un motor, de ahí su ritmo de free-jazz, de tambor convulso, de abundantes síncopas. Mucho se ha hablado del clamor cesariano. Hay que torcerle el cuello a esa sordera. Césaire no está en el grito, sino en el enunciado, en un desmenuzamiento revelador, en la urgencia de un tornado, del caos de un ciclón. Su palabra es un ceremonial, no a la manera de Saint-John Perse, sino que se manifiesta en la exacerbación de un trance rayano en la hipnosis y en la desarticulación de un poseso.
De ahí procede el decirlo todo y, me atrevo a añadir, de decirlo como quiera. Visto de otra manera, un decir nacido del tortuoso surgimiento de frases que estallan como vainas secas, que se retienen al borde del silencio, que se extienden en sorprendentes reptaciones antes de llegar a la palabra obsedida y que obsede. De ella se desprende una energía que se relanza constantemente gracias al motor de las aliteraciones, de las repeticiones, de las yuxtaposiciones de esa poética de la efervescencia, en la que el ritmo se funde con el juego de las metamorfosis y de las espirales. En determinados momentos de sosiego todo se calma súbitamente como el sueño de las charcas. Las palabras se van desmigajando convertidas en diminutos granos de un sofocante dulzor. A salvo del desastre, el decir planea por un instante.
Esta poesía de negro-viejo-chamán, se nutre de imágenes que han venido de todas partes para amotinarse: mitologías grecolatinas, referencias africanas, emociones caribeñas, paisajes diversos. Y nos arrastra la corriente de un inconsciente que, más adelante, se desviste y se revela. Algún día habrá que estudiar el mundo interior de esa desnudez exhibida y, al mismo tiempo, camuflada. Las visiones personales, los pasajes de un film secreto, los cuadros desplomados, las quemaduras de la historia, todo eso condensado y escapado de los furores de un combate abierto entre el ego, el yo y el súper-ego. ¡Tensión y más tensión!
Quisiera concluir estas palabras subrayando cuán fiel a la esperanza se mantiene la poesía de Aimé Césaire a pesar de que resulte tan triste en ocasiones. La esperanza está ahí, manchada por amargas ensoñaciones, envuelta en su concha de cólera, maltrecha por las olas en las que duermen a las víctimas, pero siempre presente. ¡Tierno corazón de la condición humana! Como si se tratara de preservar una pepita de oro para ofrecerla a las generaciones futuras.
Césaire no cree ni en la inercia, ni en el fin del mundo. Se encuentra en un tropiezo épico en el que el ser humano, a pesar de dolorosas pausas, de extravíos patéticos, de peligrosos virajes, se incorpora y acaba poniéndose de pie. ¡De pie, he dicho! Debiéramos escuchar, acorde con su destino, reconciliado con su humanidad, hermano de fraternidades a Aimé Césaire. ¡Padre, sí! ¡Hermano, hermano del mundo!
Faugas, 23 de abril de 2008.
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Discurso pronunciado en ocasión del a apertura del Salón del Libro de Pointe-à- Pitre, el 23 de abril de 2008. Traducción de Rafael Rodríguez.
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