Wednesday, November 17, 2010

El mito desplazado


En Moi, Tituba sorciere... Noire de Salem la poética de Maryse Condé se anima de lo idéntico a lo diferente, del pasado al presente, de lo absoluto a lo relativo, de la heroína a la antiheroína

por Nara Araujo

En Moi, Tituba sorciere... Noire de Salem[1] una serie de indicios apuntan hacia la gravedad de esta novela de Maryse Condé. Su asunto es la historia «real» de una esclava de Barbados que es implicada en el famoso proceso de brujas del siglo XVII, en Salem, Massachusetts. En un paratexto final, que aparece como «Nota histórica», firmado con las iniciales de la autora, se avala la legitimidad de la protagonista y se explica el deseo de completar el final de su vida, ausente del registro de archivo.

Este propósito supone el otorgamiento de voz y estatuto a una (doblemente) oscura testimoniante del juicio de Salem, voz de triple subalternidad, por su clase, su raza y su género. Propósito que entrega al arte la misión de completar una existencia trunca e ignorada, de validar su existencia imaginaria como completamiento de la Historia oficial.


En este relato de supervivencia, se reconstruye desde el nacimiento hasta la muerte de la protagonista. Se completa su último destino y los antecedentes a su experiencia en Salem. La anécdota comienza con la violación de su madre por un marino inglés, de la cual ella es fruto, hasta su ahorcamiento por su colaboración en una frustrada revuelta de esclavos en Barbados. En el epílogo, Tituba prolonga su existencia en el mundo de los invisibles y participa del mundo de los vivos.

De esta anécdota se deriva la construcción de varias líneas temáticas. La historia fabulada es un encadenamiento de sucesos que engarzan experiencias vitales de la mujer: el amor, la sexualidad, la maternidad, la relación madre/hija, la amistad femenina, la búsqueda del propio ser. La clase, la raza y el género de la protagonista, su ubicación epocal —siglo XVII— y espacial —una colonia en el Caribe y un asentamiento puritano en los Estados Unidos—, permiten la crítica al racismo. Crítica que a través del pasado mira al presente.

En nota al pie de página (117) se informa al lector que la fuente acerca de la participación de Tituba en el proceso de Salem se encuentra en los Archivos del Condado de Essex, en Massachusetts. Este texto documental es pre-texto ideal para la dinámica del desplazamiento en un texto de ficción. En el sentido más elemental, la protagonista se traslada de un país a otro, y sobre todo, de una cultura a otra. Esa traslación cultural refuerza la diferencia entre las creencias animistas africanas y las del cristianismo europeo. El conocimiento de los secretos de la naturaleza, las habilidades curativas y el contacto con el mundo de los invisibles, atributo sustancial de la protagonista, recibe otra interpretación en el mundo de los blancos.

La historia de esta esclava cumple con ciertas expectativas de una literatura de reivindicación y rescate como la literatura caribeña. Su pesar fundamental reside en su propia condición y existencia. El ahorcamiento de su madre, el abandono a su propia suerte, los abusos e injurias, la tortura mental y física, su encarcelamiento y muerte son el efecto de una causa inalienable: ser una negra esclava. Para reivindicarla, se hace de ella como protagonista, un personaje sufriente, que sobrevive fuertes conmociones y cuya resistencia reside en su contacto con el mundo del más allá, en su arraigamiento etno-cultural.

En la perspectiva de una poética de desplazamiento, este trazado no podría ser definitivo. El contacto con las ánimas es la fuerza de la protagonista pero al mismo tiempo, su textualización sugiere una voluntad desacralizadora y por tanto, un desplazamiento. Los diálogos de Tituba con los espíritus de su madre, de Man Ya —su iniciadora en los poderes ocultos—, de su padre adoptivo, no tienen solemnidad y por el contrario se construyen dándoles un tono de «naturalidad» que de alguna manera los banaliza.

El golpe final se le asesta a través del discurso de uno de los personajes. En el preludio a la insurrección, la protagonista, ya con canas, sostiene este diálogo con Iphigene, su joven amante:

—Hemos decidido atacar dentro de cuatro noches.

Protesté:

—¿Dentro de cuatro noches? ¿Por qué tanta precipitación? Déjame por lo menos interrogar a mis invisibles para saber si esa noche será la adecuada.

Emitió una carcajada que sus lugartenientes corearon y dijo:

—Hasta ahora, madre, los invisibles no te han tratado demasiado bien. Si no, no estarías donde estás [...] (180)

En Moi, Tituba... el animismo pasivo que acepta el fatalismo de la mala suerte (Tituba) es enfrentado a un pragmatismo activo que lo rechaza (Iphigene).


Como personaje, Tituba tenía todos los requisitos para convertirse en un personaje mítico. Al sacarla del anonimato, Maryse Condé podría haberla vestido de atributos que la hicieran rebasar lo ordinario y elevarse a la categoría de lo trascendente. Su historia «real» se prestaba para la mitificación y de hecho, hacerla perdurar en el mundo de los muertos, inclinaba hacia esa construcción.

Esa propuesta era coherente con una cultura necesitada de mitos fundacionales, asociados con las raíces culturales y con formas de resistencia y supervivencia y por ese motivo, rica en ellos. Condé escribió una novela seria, en la cual la ficción salva e inscribe un personaje histórico en el imaginario caribeño.

Sin embargo, Tituba, al tiempo que cumple esa función, no deja de ser un personaje ordinario. Sus alegrías y sus pesares se construyen en el decursar de una existencia a ratos antiheroica. La declaración enfática del título, Moi, Tituba sorciere... Noire de Salem (“Yo, la bruja Tituba, negra de Salem”)[2] apunta hacia una voluntad afirmativa, hacia una declaración de principios, subrayada luego por el uso de la primera persona en la narración.

Pero la estrategia discursiva de Condé incluye un paratexto inicial en el cual ella declara: «Tituba y yo hemos vivido en estrecha intimidad durante un año. En el transcurso de nuestras interminables conversaciones me ha dicho cosas que no había confesado a nadie». (s/p) Esa primera persona, entonces, puede desdoblarse en la voz de otra narradora, Condé en este caso, que toma distancia de su protagonista e ironiza: «Los que han seguido hasta aquí mi relato deben de estar irritados. ¿Qué clase de bruja es esta que no sabe odiar y que se asombra una y otra vez de la maldad que se aloja en el corazón del hombre?» (167)

En el pasaje del proceso de las brujas, la protagonista se distancia de sí misma y se autopresenta en esa dimensión ordinaria que la escritora busca dar: «Yo tenía simplemente miedo. Los pensamientos heroicos que había concebido en casa y en mi celda se desvanecían». (117)

La fuerza dramática de la amenaza del capitán del navío en el cual regresa a Barbados —«Negra, cuando te dirijas a mí llámame patrón y baja los ojos, si no te haré volar en pedazos los pocos dientes que te quedan» (150)—, se disuelve con la nota al pie de página: «He olvidado decir que en la cárcel había perdido la mayor parte de mis piezas dentales» (idem). El dato puntual neutraliza el dramatismo, lo desautomatiza, tanto más cuanto que está ubicado «fuera» del texto, como acotación informativa.

Los poderes de Tituba, rasgos fundamentales en la caracterización del personaje, son atributos que la escritora toma de un imaginario en el cual el contacto con lo esotérico es esencial. Pero esos atributos son sometidos a un deslizamiento cuando la protagonista/narradora/Condé banaliza lo que podría haber sido solemne:

Una o dos veces, vagando por el bosque me tropecé con habitantes del pueblo que se inclinaban torpemente sobre hierbas y plantas con miradas furtivas que revelaban las intenciones de sus corazones. Esto me divertía mucho. El arte de hacer daño es complejo. Si se apoya en el conocimiento de las plantas, debe estar asociado a un poder de actuación sobre unas fuerzas evanescentes como el aire, en primer lugar rebeldes, y a las que se trata de conjurar. ¡No se declara bruja quien quiere! (77)


Este desmontaje del acto de la «brujería», le resta gravedad y misterio, lo trivializa; al desproveerlo del hechizo de lo maravilloso, por su explicitación, lo convierte en un acto pragmático, funcional. A la pregunta de Françoise Pfaff sobre la posibilidad de un vínculo entre el tratamiento de lo oculto en esta novela con el «realismo mágico», Condé responde enfática: «De ninguna manera. Todo es irrisión. No veo cómo algunos han podido leer Moi, Tituba sorciere... Noire de Salem en serio y en primer grado y hacer de Tituba lo que ella no es».(90)

Mi respuesta a la pregunta es que en la novela coexisten lo serio y la burla, el primero y el segundo grado. Quizás en la tradición de Rabelais, Condé construye y luego pone de cabeza, afirma y luego niega, mediante el distanciamiento de la ironía y la parodia. Eso explica que a pesar de sus intenciones, el horizonte de recepción incluye la posible lectura seria, porque ella misma lo condiciona con sus paratextos, nada irónicos y con el acto mismo de completar artísticamente esta historia trunca.

Condé dice a Pfaff: «[...] como no me inclino a crear modelos, me apresuré a destruir todo lo que en la historia podía ser ejemplar para finalmente hacer de Tituba alguien bastante ingenuo y a veces ridículo». (91) Pero lo ejemplar y modélico son necesarios para poder luego ser desplazados, desdibujados más que destruidos, debilitados. La heroína dice de sí misma: «¡Créanme, no soy gran cosa!». (171)

En esa misma perspectiva, la maternidad es desacralizada en la medida en que se condiciona históricamente. En un mundo de iniquidades la maternidad, tanto para la madre como para la hija, puede no ser fuente de felicidad. Condé rechaza el modelo de la madre y la abuela «sacrosantas» que en las novelas caribeñas contemporáneas se multiplicaban como personajes/asideros/de resistencia. En la anécdota, todos los actos de maternidad biológica son frustrados o violentos (Tituba nace de una violación; Hester, embarazada, se suicida; Tituba, embarazada, es ahorcada..., por solo citar los casos más dramáticos). No es tanto que se niegue la maternidad sino que se desmitifica, al contextualizarla y por tanto, relativizarla.

Igualmente, la existencia no puede ser vista de un solo color. Como otra forma del movimiento esta se traslada de las alegrías a los pesares. Aún en medio de la amargura —«La vida solo podría ser un don si cada uno de nosotros pudiera elegir el vientre materno» (133), «[...] la vida no es más que una piedra atada al cuello de los hombres o de las mujeres. ¡Amarga y triste poción!» (150)—, las alegrías compensan.

La autodefensa frente a la adversidad se alimenta del esfuerzo por encontrar una posible felicidad, aunque solo sea en una memoria selectiva:

[…] nuestras infancias de pequeñas esclavas, sin embargo tan amargas, parecían luminosas, alumbradas por el sol de nuestros juegos, de los paseos, de los vagabundeos en común. Hacíamos flotar balsas de corteza de caña de azúcar por los torrentes. Asábamos pescados rosados y amarillos sobre hogueras de leña verde. Bailábamos. (71)

La alegría del sexo, el placer de los cuerpos, la sexualidad desprejuiciada también es contrapeso para el pesar fatal de la existencia. En un movimiento dual, la sexualidad es la alegría frente a la tristeza, pero también punto de contraste en culturas diferentes. Si la protagonista disfruta sexualmente, desde la juventud hasta la vejez —e incluso ya muerta visita a los vivos en busca del goce—, los personajes de las blancas no viven esas experiencias. Contraste que en un tercer nivel del desplazamiento ironiza los modelos de la negra sexual/gozadora hasta el cansancio y la blanca asexuada/frígida hasta la neurosis.

Entre los personajes de las blancas se destaca Hester. Mediante ella, se establecen diversas relaciones. Se trata de un guiño intertextual a La letra escarlata (1850), y por lo tanto una proyección hacia otro espacio literario. Como Hawthorne, Condé ha encontrado en un archivo el asunto para su novela, y como él, ha fabulado una historia para rellenar un vacío. Ambos cuentan un relato de persecución e intolerancia que tiene a una comunidad puritana de Nueva Inglaterra como locus de la acción y como referente histórico la segunda mitad del siglo XVII.

Nathaniel Hawthorne (desde Salem) ha narrado la historia de la adúltera Hester, en la asfixiante atmósfera religiosa y moralizante de Bastan. Maryse Condé hace coincidir la historia de Hester —pues construye otro final para ella—, como acontecimiento paralelo al proceso de las brujas. Coincidencia pertinente y alusiva en el plano temático. Esa reduplicación supone una traslación textual, un diálogo entre las dos novelas y otro movimiento.

En la anécdota de Moi, Tituba..., el personaje de Hester conserva de la caracterización de su antecesora los cabellos muy negros y de su historia, el embarazo adúltero. Pero su recorrido argumental es distinto. Su reacción al engaño y abandono del amante, a la vejación de la cárcel, no es la aceptación de su culpa y su supervivencia por la fuerza interior y el amor a su hija, sino el aborrecimiento al varón y su anhelo de una sociedad futura, dirigida por mujeres. Hester sugiere a Tituba la posibilidad de una sexualidad otra. En un doble giro, al hacer de ella una feminista avant la lettre, radical, Condé la acerca a una época presente, al tiempo que la distancia del personaje del pasado, construido por Hawthorne. La homología entre ambas persiste en la condición de víctimas, pero la de Condé es más moderna.

En el epílogo, el personaje referido permite establecer aún otro nexo temático/ argumental, que enfatiza la relatividad de la experiencia humana. En la felicidad del mundo de los muertos, persisten los pesares: «Solo tengo un pesar, porque los invisibles tienen sus pesares a fin de que su parte de felicidad tenga más sabor, y es el de estar separada de Hester». (195)

De lo uno a lo otro, de lo idéntico a lo diferente, del pasado al presente, de lo absoluto a lo relativo, de la heroína a la antiheroína, de la máscara trágica a la cómica, del sentido directo al irónico, la poética de Maryse Condé se anima y construye de un movimiento perpetuo. Perpetuum mobile que se resiste al locus unitario y la sujeción de los modelos, a la identidad inmutable y los clisés. Poética que se corresponde con una concepción antidogmática y fluida del decursar humano: No hay fracaso total ni éxito total y uno siempre encuentra algo válido en todos los pasos que da.

------------------------------------------

Notas:

1. La edición original fue publicada en París en 1986, por la editorial Mercure de France. Para este trabajo utilizo la traducción al español, La bruja de Salem, Barcelona, Ediciones B, 1988. Es una buena traducción en la cual desapruebo el título y el uso de algunas formas verbales, como «creedme», que sustituyo en una de las citas que hago de esa edición, por el más neutral «créanme».

2. Lamentablemente, este énfasis se pierde en la traducción al español del título (La bruja de Salem), al eliminarse el pronombre personal, el nombre de la protagonista y su autodenominación de bruja y negra.


Tomado de La Ventana




0 Comments:

Post a Comment

Subscribe to Post Comments [Atom]

<< Home

Creative Commons License
Esta obra es publicada bajo una licencia Creative Commons.