VOCES DEL SIGLO XXI Fabio Castillo
Cuando llegué a la cima
de las palabras
y las nubes
se derretían sobre el horizonte,
supe que habías estado allí,
azotando la brisa
y tragando los últimos suspiros
que hacían pacto con el ocaso.
No sé si ya era tarde
para ocultar los últimos rayos de luz
en mi espalda
y llevarlos hasta mi próxima estación.
No sé si hice bien
al dejar que las caricias
quedaran colgadas
en las puertas de la mañana,
y que se secaran nuestros momentos más húmedos.
No sé si debí dejar que nuestros niños mecanos
recitaran sus propias estrofas de un himno
que nunca aprendieron,
de un canto que nadie les enseñó
de una vida que todos le negaron.
Bajé al pie de ese monte perdido
donde podía sentir que los brazos
de sus pendientes
depositaban en un catafalco
mi rostro enjuto y limítrofe.
y miré a los albatros pasar,
como una bandera que en su centro se leía
el lugar donde te habías ido
y el sitio donde quedaron las cenizas de la tarde.
Su figura es silente,
cautiva,
retraída en espasmos de ternura.
Sus pasos
adormecen la brisa
y trazan la senda que he de recorrer
día a día,
minuto a minuto.
Mi padre depositó
en mis manos
los versos
que le arrancó
a la noche
y que hicieron
que mi amanecer
se conjugara
con su sonrisa.
Procuró que su palabra
se deslizara
entre mis versos
para que su voz resonara
en todas mis
canciones.
Mi padre es una mañana
llena de orquídeas,
bautizadas con olor a pino,
a bosque sacro,
y deseo de volver a ser niño;
ese niño que crece en sus ojos,
y que aún habita en sus manos breves.
Mi padre es una figura eterna,
pequeña,
gigante.
Capaz de atrapar al sol
para que ilumine mi frente
y despertar las horas
para que apuren mis pasos.
Mi padre
es una gota de silencio
que describe mi alma.
Mi madre supo llamar
las
aves al
atardecer
y supo
esconder en su regazo
el rocío de la noche
para que
no me faltara
cuando el sol
despertase
y la nubes separaran sus manos.
Supo
detener el tiempo
en sus labios
para cantarme
las horas al oído
y procurar que
que el viaje de vuelta
no fuese muy tarde.
Quiso
regalarme
un cometa
un
estrato
un puñado
de viento,
los días de la
semana
en
las puntas de sus dedos
el canto de la sirenas
en la playas
del universo
la
sonrisa
de un anciano
despidiéndose
de sus años,
la danza del cisne
sobre
mimar de lágrimas,
Mi madre
me ha llevado
al
centro
de
la lluvia,
y se ha quedado ahí
conmigo.
Me hablaste
en medio de tus silencios.
Me hiciste crecer en medio
de las brumas
de tu palabra.
Una vez contemplé el mar
y me di cuenta
que sus olas
cantaban
himnos de esperanza.
Porque ya habías
cabalgado
la más alta
de sus mareas,
y habías depositado
en mis
manos dormidas
el canto
de los niños
cuando
duermen.
Cuando sueñan
y se comen las
mañanas
en sus párpados
sonrientes.
Una vez contemplé
la noche.
Y me di cuenta
que ya
tenías la palabra
de la mañana
siguiente.
Rauda. Irreverente.
Pausada y tajante.
Que cortó
el día en dos partes
para que ambos tuviéramos
que comer,
cuando la sal
de ese mar
nos alcanzara
y que esa noche
nos dejara
sin el verbo.
Sin la palabra.
Sin la vida misma.
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