Wednesday, November 30, 2005

LA NOCHE QUE MIS OJOS NO PUDIERON.

Era sólo una muchacha solitaria a contraluz de la suerte, con las sienes empedradas de estrellas como piedras preciosas; una franja de carne inmensamente hermosa, según la lascivia de los diarios. Bajaba cada atardecer al Sunset Boulevard, y se sentaba afuera del café Starbucks, frecuentado por poetas y pequeños aspirantes de la taumaturgia del telón. Se escuchaban las bravuconadas del viento de la costa subir escuetamente por el trayecto del bosque de los famosos fantasmas gemelos. El blanco enervante pespunteaba las formas de su cuerpo, del que sobresalían sus labios protuberantes y sensuales como dos rebanadas de sandia recién cortadas; un pequeño lunar como una lágrima de plutón relucía a pesar de la densidad de su sombra. Hacía gestos conminándome acercarme a ella, yo rehuía nervioso. Ella seguía insistiendo cada dos segundos, con el devaneo innato de sus sonrisas tristes, al tiempo que dirigía sus brazos, aún lozanos, cómo diciéndome: "Ven... vámonos juntos al abismo".

Sus besos se fueron disolviendo en la atmósfera, fueron incrustándose uno tras otros como dagas provenientes de una inocente aprendiz de fantasma. Enterró la aguja de la duda en mi existencia y luego, no supe, si era mujer, o mi propia fantasía proyectada como un espejismo. Gradualmente nos fuimos acercando... Reconstruyo su aliento en este mismo instante, como si dejara el pasado para estar presente. Leo en sus ojos: "no lloro, porque carezco de infancia para hacerlo". Siento el rubor de su rostro al mirarme, sus pupilas gélidas sonriéndole a mis párpados tersos. La tomo de la cintura, la beso apasionadamente, como lo imaginé en tantas ocasiones, al verla rubia, esconderse tras la cortina óptica del technicolor. Mientras acaricio sus manos frías y frágiles, le pregunto: "¿dónde estuviste todo este tiempo, que no logré reflejarte en mis fantasías de adolescente?" Ella deja caer su mirar en dirección al suelo, evita tener que responder mi febril pregunta, siento cómo la noche hunde todo su peso en mi corazón; quiero llorar para exorcizar el nudo que emerge de atrás de mi garganta, pero es tarde...

Las lágrimas bloquean, se anteponen a mis preocupaciones por controlarlas, sólo atino a abrazar a ésta beldad misteriosa, insuflándole calor en su cuerpo con aderezo de nevera. Le hablo sobre la imposibilidad del idioma, de mi pobreza para acudir a verla frecuente cómo siempre quise. Ella mueve su rostro, parece entenderme perfectamente. Con apenas un débil murmullo, me deja saber su pasado de obrera en una factoría de uniformes militares, de aquel matrimonio precoz para encontrar la figura paterna perdida, el desprecio que su madre nunca ocultó hacia ella, y sus continuas crisis depresivas por su baja auto-estima. Yo asiento, y colocando un dedo en sus labios, trato de explicarle que supe todo aquello a medias, porque los mercaderes hicieron bazares con sus historias convirtiéndola en un producto de consumo. Confieso que fui uno de los buitres que despedazaron su frágil figura, con la voracidad de quien lee una historieta o satisface la líbido sexual de adolescente: te ideabas en mis noches, guardé por mucho tiempo tus imágenes sexys sacadas de las revistas y los carteles cinematográficos como verdaderos fetiches para mi subconscientes.

Ambos vamos haciendo un monólogo con el silencio sobrante. Ella sonríe con vergüenza, y, abriendo una corta incisión en el rojo carmín de sus labios, desgrana una sonrisa como una flor de flamboyán. El lunar resalta más vivo en su pómulo, como un ojo del misterio. La alegría aflora como brotes de espárragos en primavera. Noto, que se siente segura al sentir que estoy cerca, y coloco sus dedos frágiles y cansados entre los míos. Cierra sus ojos, parece transportarse a otros planos. Una brisa fresca se interpone entre mi rostro y el suyo... los jardines de tulipanes intentan dormir a pesar del ruido de los autos; el viejo reloj de la plaza tartamudea las doce y media con sus agujas viejas y desgastadas por el salitre del viento costero que viene de la bahía. La noche parece impregnarse de Chanel mecánico: se extiende como una sábana de seda negra, cubriendo todo el espacio sideral. Aunque guardo algunas preguntas necias, opto por olvidarlas, -¿para qué remover el dolor de un ángel?-. Ella, mirándome fijamente, parece leer mis pensamientos, capto que cambia de la actitud dulce del principio, a otra algo más distante. Olvidé que pueden leer telepáticamente nuestros pensamientos sin ningún atisbo por la lógica tridimencional.

-¡Perdón-, -le pido-, -¡perdóname!- -No debí querer saber qué pasó aquella noche-.
-Ahora me siento culpable-.
-¡Perdóname Marilin! -Soy un bastardo.
Ella, con una tierna actitud, me mira con sus pupilas penetrantes. Acto seguido pregunta: -¿De veras te interesa saberlo?-, casi sintiendo un pedazo de hierro al rojo vivo en su garganta. -Todo fue una maniobra política. Mientras sus ojos se clavaban en el suelo ya no por el peso de la gravedad sino por los sufrimientos. Le respondo: No te sientas culpable Marilin, yo no te juzgo-.

Fueron ellos los amos de tu barbarie: los mismos que comercializaron tu alma, cómo dioses antropófagos; aquellos que codiciaron tener tus nalgas entre sus dedos con la avara actitud de quien codicia un anillo de gemas preciosas.-Comprendo, lamento lo acontecido en tu vida, fue demasiado peso para tus delicadas alas de mariposa. -¡Lo siento! ¡Lo siento Marilin!... Porque durante mucho tiempo, vi en ti el artefacto perfecto para satisfacer mi lujuria, mis fantasías de chico solitario; ahora no llore... descansa... descansa Marilin, que el mañana es largo y allá nos veremos...!Vuelve! ¡Vuelve a tu casa! Se despidió con un beso y comenzó subir la colinita salpicada de mansiones suntuosas con amplios jardines de rosas color salmón. Yo seguí observando cómo se marchaba, sintiéndome liberado del fuerte asco que traía en mi ser, clavado cómo una estaca negra. Luego abandoné el lugar, recordando que tengo una cita esperando por mí cualquier día de estos en la barcaza que lleva al gran precipicio.


Daniel Montoly©

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