Monday, November 7, 2005

Vida y obra de una escritora frígida





A altas horas de la madrugada las teclas de la maquinilla suenan como los martilleos de una colmena de grillos mecánicos...Los centros sonoros del cuerpo se adentran en la calma del apartamento como agujas de acupuntura y los puntos de los dedos se hunden en la soledad inhabitable, que demanda la carrera de una novelista. Amaranta no parece sentirse satisfecha, escribe con los extremos de su blusa abierta, tal como su imaginación le dicta. Un pedazo de pastel de chocolate comparte su mesita de noche con una taza de té de menta importado de Sri Lanka. En una esquina de su estudio hay un cuadro con la ciudad de Alejandría, con esa aura enigmática, que da ser la hija pródiga del saber antiguo encallada como un mosaico griego en el esplendor de la quinta esencia egipcia. Amaranta fabrica sus historias con soldaduras de insomnio y una vista del cielo parisino como aderezo. Rehace pedazos de su vida que yacen dispersos en los genitales del recuerdo. Son distintas las creencias que rondan en su habitación, se incrustan en las paredes de su piel, a excitarle sus hormonas hasta dejarla como una adolescente preñada de murmuraciones. Su intimidad se ve socavada por indelicadeza de las páginas, que les confesian a sus lectores los sueños inhibidos de una treintiañera insatisfecha. Un tango suena quebrando la dictadura impuesta por el silencio, que sólo se había visto quebrado, por los constantes martilleos de las teclas sobre la tira de color de su maquinilla; regalo de su madre cuando apenas contaba con treces años de edad, esperanzada de verla en el futuro realizada como una escritora de renombre. El sueño profano que nunca pudo realizar ella, por tener que asumir el rol de madre de una familia numerosa muy temprano.

La joven autora sale cada atardecer a pasear por los parques vecinos a su apartamento, aspira el suave perfume de las flores de geranios, de las margaritas amarillas que crecen silvestres en las orejas del parque. Nada parece alterar el retrato habitual de su rutina. Se inquieta algunas veces al cruzar la puerta del vecino, un jubilado precoz debido a un accidente automovilitisco. Él siempre la observa a través de la indiscreción de su ventana, que deja al descubierto la intención de sus miradas pordioseras de amor y de caricias. Ella ha soñado varias noches haciendo el amor con él ardientemente, con una pasión que casi raya en el salvajismo, se ruboriza cuando lo recuerda y no puede evitar que la humedad se haga palpable en su vagina, sintiéndola correr entre su panties y resbalarse más tarde por sus piernas como una gota tibia de vino rosa. Recrea sus fantasías reprimidas con aquel amante imposible, postrado en una silla de ruedas tan deseoso de poseerla como ella a él. La joven escritora (no tan joven tiene treinta años) se divierte con los coqueteos de su mente, nunca se ha permitido el lujo de experimental los roces de una piel varonil más allá de las descripciones de sus románticas novelas.

Varias veces se ha sentido tentada a cruzar el umbral de la puerta que se erige entre ella y su idolatrado amante como El Muro de Berlín. Hoy domingo saldrá a dar un paseo en la mañana, sabe que él visita con frecuencia el lago, a echarles trozos de pan a los patos y los gansos. Idea un encuentro furtivo, prepara las posibles preguntas, calcula como dejará fluir sus emociones una vez que lo tenga frente a ella. Es consciente que aquello será una horrible diversión a costa de la imposibilidad de ambos. Amaranta nunca supo lo que fue juventud, aún en sus tiempos de chica universitaria. Ella recuerda como eludía las fiestas sociales y las embestidas masculinas, llegando a ganarse el epíteto de “La extraña criatura neurona” entre los compañeros de su promoción. Pero nunca le importó lo que ellos pudiesen pensar de su estilo de vida, sólo le preocupaba alcanzar el sueño que su madre había ideado para ella como muestra de fidelidad a la progenitora de su vida. Hoy será el día más difícil en su corta existencia. El alter ego de su creación correrá una aventurada carrera de peligro, se siente tentada hacerlo para expresarse por sí misma por primera vez.

A medida que los segundos han ido pasando, una sensación hasta ahora desconocida parece recorrer sus venas, aumentando el ritmo de su corazón elevándole su estado de nervios. Corre la cortina de la ventana que da al patio del vecino, observa los preparativos de su caminata dominical, la angustia comienza a rebasar su capacidad de asimilación. Bruscamente cierra la cortina, como si tratará de evitar que el fantasma del amor fragmentara su resistencia en todos estos largos años. El joven mira fijamente a su ventana, sabe que ella se oculta tras la aparente indiferencia de los cristales, puede oler su sombra femenina arreada hasta sus córneas desnudas por la brisa cómplice de julio. Está plenamente, consciente que nunca pasará nada entre ellos, aunque él, desearía que aconteciera como algo inevitable, pues él lo desea tanto como ella, a pesar de ser sexualmente inútil de la cintura para abajo. Amaranta lamenta haber iniciado este torrente de fantasías, que hoy parecen ahogarla, volando en su cuarto como tormentosas bandadas de mariposas psicológicas. Seca sus manos con insistencia, con un pañuelo de seda, observa su máquina de escribir con un papel atragantado en la garganta. Tres líneas se alargan felpudas a medio camino. Es la historia de una ilusión inconclusa, que espera que ella pueda sentir algo de lástima consigo misma. Que se invista del coraje para sacarla de la ficción, llevándola de las manos de la realidad a ser carne de su carne, vista, sentida, como los ardores que socavan hoy la moral de sus castos senos.

La joven autora camina en dirección a su pequeño sótano, corre la puerta corrediza y saca una rema de papel, la coloca debajo de sus axilas y cierra la puerta nuevamente. Toma la almohadilla de terciopelo negro, se sirve una taza de té hindú, para exorcizar las insinuaciones de Morfeo. La tarea por delante es larga, sólo cuenta con la ruidosa actitud de su máquina para socorrerle, cuando la soledad haga patente su presencia en las vaginas de ambas como un fuerte cosquilleo íntimo. Deja correr tres lágrimas, punza la primera tecla, su máquina parece responder de mala gana como si quisiera hacerle patente su tristeza. La joven escritora sintiendo un agudo dolor en el alma, se dispone a matar aquel sueño que ha sabido despertarle sus instintos femeninos de amar y ser amada por fuera de su creación. Llora desconsolada, sintiéndose la mujer más malvada y cruel por haber iniciado aquel macabro juego. Se levantó en la noche, vistiendo su larga bata de dormir, caminó hasta cruzar el patio contiguo, se perdió en la brumosidad invernar y sólo los vuelos de la prenda de dormir se observaban aletear a lo lejos como diciéndole adiós a la inhibición que la traía reprimida.

Daniel Montoly
© 2001

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