Elvio Romero
(Paraguay, 1926- Buenos Aires 2004)
Canto en el sur
Esta noche, en el sur
me he mirado en tus ojos.
Soy como tú,
de piel morena, oscura, oscura,
con estrellas metidas por dentro
y por fuera sudor, cáscara ruda.
Tengo la sangre hirviendo
como un sinuoso trueno derramado,
tengo las manos ásperas
como herramientas duras y soleadas;
tengo los ojos lúbricos
como lúbricas raíces.
Esta noche, en el Sur,
me he mirado en tus ojos.
Te vi ayer en el Norte;
vi en el Norte lo mismo, el mismo
y primario dolor sobre los cuerpos,
el aguardiente galopando a sorbos
y lo demás lo mismo: el mismo
brazo sudando a contraluz sangrienta,
el mayoral que brama entre los árboles,
los mismos ojos sin calor, la misma
temblorosa epilepsia del sudor,
los mismos exprimidos,
¡los mismos coronados!
Esta noche, en el Sur,
me he mirado en tus ojos.
Soy como tú,
la misma turbulencia contra el mismo espejismo,
idéntico remando bajo la misma noche.
Conservo el sortilegio
de estas zonas arbóreas que me cercan;
tengo la risa ronca
y estas anchas tristezas.
De piel morena, oscura,
pisando en el calor exasperado.
Lacú, cara de miel, cabello cano,
temblándole, jadeante, la camisa,
fabrica santos, leve la sonrisa,
barcino guante de sudor la mano.
Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto,
con calor de melcocha por la frente,
lo llama por allí la buena gente:
"Lacú, cara de miel, cara de santo".
Modela efigies rojas de madera,
pálidos santos de color de luna,
y le suenan los dedos como en una
llanura fatigante y forastera.
Cuando está airado, talla entre avatares,
y cuando alegre, hasta el taller se alegra,
se le envuelve la sangre en noche negra
si se le llena el alma de pesares.
Tales son sus desvelos; Son tan fijos
sus labores, sus vértigos, sus sueños,
y es tanta la pasión de sus empeños
que tiene el rostro de sus propios hijos.
Lacú mira el vivir, sigue a la gente,
ante las vidas simples se emociona,
siente latir un gesto y lo aprisiona,
lo fija todo en su labor paciente.
De allí que cuando miran los vecinos
las figuras de palo en sus altares,
se ven, tal como son en sus hogares,
tal como son, jirones de caminos.
Para probar mejor lo que origina
dentro del puño como fuelle ardiendo,
se amarra al brazo enérgico un estruendo
de escopeta o cuchillo o carabina.
Si labra un santo, firme y despiadado
baña el cincel de fuego y agavilla
la gubia con cendal de maravilla,
fragor de tierra, semillar y arado.
Y si es santa, despierto en nuevo brío,
le da un soplo final mágico y sabio:
con flor de pacholí le pinta el labio,
las lágrimas, con gotas de rocío.
Y tanto se parece a sus criaturas
que él mismo es ya raíz, árbol, madera,
palpitación terrestre y verdadera
de cortezas con sol por vestiduras.
Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto
con calor de melcocha por la frente,
lo llama por allí la buena gente:
"Lacú, cara de miel, cara de santo".
No sé a veces qué somos, si ya cada
grumo de tierra suena en nuestra mano,
si eres mujer o barro de secano,
si yo varón o arena derrumbada.
Si tu cara es latido o si semilla,
si un ramaje de hierbas tu cabello,
si tus ojos dos ascuas en destello,
si mi sombra un helor que se arrodilla.
Tanto llevamos un color de tierra
que nuestro cuerpo es como tierra lisa,
tierra que el viento reconoce y pisa,
que el aire besa y su ademán encierra.
Tanto de tierra somos, tanto enciende
la tierra nuestra sangre y nuestra vida,
que ya no sé si somos sólo herida
de tierra que sus vértidos esplende.
Si te embisto, tal vez ya sólo embisto
una colina, un surco un sembradío,
y, labrador al fin de esfuerzo y brío,
de sol me anego y de calor me visto.
De tierra somos. Ya la tierra muerde,
mujer, tu entraña dulce y fragorosa,
y si mi fuego de varón te acosa,
los hijos saltan de tu prado verde.
No sé si por tu piel se transfigura
la vegetal orilla de un paisaje,
no sé si vuelves o si estás de viaje
hacia la tierra, hacia su agricultura.
Si varón o mujer, no sé; si en vano
pretendemos no ser yerba o simiente,
si dos ramas que sellan su corriente,
¡ si dos raíces que se dan la mano!
Ahora es tender la mano
como los ciegos, como quienes cantan
por los pueblos:
abierta para todos la palma.
Y es ir echando en ella
luceros, cosas de la casa,
lo que pudo tener en nuestros días
sabor de yerba amarga,
de lluvias tristes de fragor sombrío
o de espurio rencor de una palabra.
Es ir echando en ella
lo que hubo de maleza y viejas lágrimas,
lo que fue grito al caminar, lo que fue sangre
sucia y acorralada,
lo que hubo de impaciencia escarnecida,
lo que de tierra y heredad manchada.
Es ir echando cuentas
como un bolsón sobre la espalda,
lo mejor y peor, lo que tuvimos
de sangre buena y mala,
de desazón nocturna o de semilla
caliente y saneada.
Es ir echando cuentas
de cuanto nos tocó de muerte y de esperanza.
¡Y de esa vocación de ver la vida
sobre su palma desollada!
Por calles de caliente arcilla
suelto mi flor, como un trapecio
que el trapecista suelta al aire,
mi flor, mi flor de jazminero;
por tierra roja y pasto verde
voy caminando a pasos lentos,
en el ojal un clavel morado,
sombrero en mano y sonriendo.
Me ve pasar la misma gente
(la de mis sueños), porque vuelvo
con el resol iridiscente
de los campos sobre mi pecho;
veo las ramas del lapacho
con algo de color eterno,
me interno en la profunda noche
que ha presentido mi regreso.
Conversando con habitantes
que conversan con su silencio,
siento la risa de aquel músico
que dio insolencia hasta a sus besos,
me guiña el mago con sus párpados,
con su paloma y sus pañuelos,
el poeta y su cabellera,
con su cantar y su misterio.
Está todavía mi padre
con su porte de caballero
en el umbral, avizorando
la luz del horizonte abierto;
y están mi madre y sus tejidos
de lana en un telar de ensueños,
mis hermanos que preparaban
su aventura y sus devaneos.
Tantos hechos aquí pasaron,
tantas cosas, tantos sucesos,
que hasta el alba fue erosionada
por un raro quehacer incierto;
la comarca y sus pobladores
cargan su cruz, su cruz de hierro,
dialogando con su pasado,
con su ceniza y con sus muertos.
Emite el aire un eco extraño
que todo se parece a un cuento;
la vida es irreal, un vano
soplo que pasa en un desierto;
las puertas salen de sus goznes,
la querencia es un hervidero
de ansiedades que no florecen,
de anhelos que no se cumplieron.
No sé, pues, si estoy regresando
o es que regresan mis recuerdos;
si hoy es ahora o es mañana,
si mañana está transcurriendo;
de todos modos, aquel camino
se me acerca como al encuentro,
y yo avanzo con pasos lentos,
sombrero en mano y sonriendo.
El amor
Sí,
hoy me he puesto a encender el viejo fuego.
El azar y los años
me han llevado a pisar en el sendero
que me ha impuesto el amor;
que mi adorada
impuso a mi corazón; ahora vuelvo
al fervor inicial, a esa primera mañana
en que el sol se ha instalado en nuestro pecho.
Y así las cosas:
la canción, la plenitud, el deseo
me han alumbrado el rostro, se me han ceñido
como un pañuelo verde sobre el cuello,
y entro en la casa del fervor como antaño,
asombrándome al ver reverdecer los sueños.
Es como si hubiesen atizado
a mi sangre el verano, la intemperie, los vientos
cordilleranos, o inundando sus cauces
un enérgico brío de panales repletos,
los brazos encendidos al apretar sus brazos,
las dos manos cargadas de un esplendor secreto.
Sí,
porque mi corazón no descansa en la noche,
hoy me he puesto a encender el viejo fuego.
Debe, allá, estar lloviendo;
sin pausa estar lloviendo, lloviznando
en los bosques,
sobre las casas pobres, abotonándose
la noche y mesándose la barba envejecida
en los obrajes, allá lejos, lloviendo,
lloviznando en la noche.
Y habrá ya anochecido.
Siempre se me ha hecho tarde entre los tilos
serranos, a la hora de volver, anochecido,
allá lejos, cuando aún no sabía
que no fuera a volver, que se ha hecho tarde
lloviendo, anocheciendo.
En la noche, allá lejos, lloviznando.
Y ASI te pasarías
la vida,
tibia carne adorada.
Danzando,
empapada de lluvias,
los cabellos pegados a la piel,
joya desengarzada, aroma y rosa
sobre un campo de hortensias y jazmines.
Cantando,
arrebatada, risa
y ofrenda clara, elástica y hermosa,
los labios frescos en la noche, agitando
el ansia de las guitarras, tentadora
música montaraz, vivaz y airosa, dulce
codicia de forasteros,
blusa de encaje y flores sobre el hombro desnudo,
llenando el patio abierto de canciones.
Así te pasarías,
en el canto y la danza
y asombrado a los caminantes,
hija del fuego, del aire, de las tardes,
visita inesperada, brisa prometedora
de ardor y adivinanzas, apartando
y abriendo las cortinas de las ventanas, viento
marcando el calendario del amor en la aurora.
Así te pasarías,
tibia carne dorada.
Con mis dedos lo acaricio, tenaz y fiel compañero.
Su inquebrantable amistad
me enseña como un ejemplo
lo que es lidiar sin flaquezas,
sirviendo de parapeto
contra las balas que llegan
buscando encontrar los cuerpos.
Con aspereza acaricio
su frío metal de acero,
oscuro túnel cargado
que en los minutos intensos
de la contienda enrojece,
se nombra y late en el fuego.
De inquebrantable amistad,
lo sé, lo palpo, lo siento:
lo comprendo cuando vamos
camino de bosque adentro,
y buscando su calor,
al caño negro me aferro.
¡Qué erguido cuando entre sombras
avanza mis regimiento!
¡Qué firme cuando penetra
malezas, firme guerrero!
Este fusil es amigo
que me acompaña en el hecho
de sangre que se desata
por una verdad de pueblo.
Y cuando llega la noche
-posada en el campamento-
después de ver la jornada
del plomo en su caño experto
(sin que duerman esos hombres
tendidos sobre sus puestos),
reposa a mi lado, en frío,
tenaz, a medias despierto
como yo, como los otros,
que no olvidamos el eco
de los pasos rezagados
del enemigo siniestro.
Lo acaricio con mis manos;
fusil gozoso en el duelo
terrible de la contienda;
siempre nombrando a un encuentro
de balas que al aire silban
sin dar al viento sosiego.
Entonces en la batalla
cuando se nombra a este pueblo,
se templa en un rojo vivo,
gozoso mira, y soberbio
perfila su boca negra
destacándose primero.
Lúcido hermano y amigo,
sobre mis brazos lo siento.
Ayer le dijo a la muerte:
-"No vengas, porque te espero;
que el pueblo desnudo y pobre
disputa, pleno de esfuerzos,
con fin de aplastar las ratas
cobardes, llenas de miedo."
Lo palpo y lo siento mío,
parapeto de mi cuerpo.
Elvio Romero
En 1947 tuvo que exiliarse a la Argentina. Entre su obra poética, destacamos Días roturados (1947), Resoles áridos (1948-49), Despiertan las fogatas (1950-52), El sol bajo las raíces (1952-55), De cara al corazón (1955), Esta guitarra dura (1960), Un relámpago herido (1963-65), Los innombrables (1959-73), Destierro y atardecer (1962-75), El viejo fuego (1977), Los valles imaginarios (1984), Flechas en un arco tendido (1983-1993), El poeta y sus encrucijadas (1991).
Los créditos de la fotografía corresponden a:
www.sololiteratura.com/
1 Comments:
Uno de los grandes poetas del Paraguay, gracias Dani por traerlo y recordarlo, un abrazo Gus.
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