Saturday, July 16, 2011

Escribir en Nueva York



Una po-ética del sujeto en la crisis de la modernidad • Ponencia de Carlos Aguasaco presentada en el Coloquio Internacional “Identidades culturales y presencia latina en los Estados Unidos”, que se ha celebrado en la Casa de las Américas los días 13 y 14 de julio

por Carlos Aguasaco

Lázaro de Tormes es uno de los primeros proto-sujetos modernos de los que tenemos noticia a través de la literatura. El tratado sexto de la obra resume, en mi opinión, la problemática de la transición entre una estructura social feudalizante y la modernidad emergente.

    Fueme tan bien en el oficio que, al cabo de cuatro años que lo usé, con poner en la ganancia buen recaudo, ahorré para vestirme muy honradamente de la ropa vieja, de la cual compré un jubón de fustán viejo, y un sayo raído de manga trenzada y puerta, y una capa que había sido frisada, y una espada de las viejas primeras de Cuéllar. Desque me vi en hábito de hombre de bien, dije a mi amo se tomase su asno, que no quería más seguir aquel oficio. (LT Tratado sexto)
Detengámonos a analizar los temas principales de este fragmento. Lázaro trabaja como “regador” (es decir vendedor) de agua durante cuatro años y ahorra su ganancia para comprar ropa, para hacerse a un “habito de hombre de bien”. Su cambio de traje es el testimonio de que la movilidad social es posible. Atrás quedan entonces los tiempos en que Lázaro sirvió como criado del ciego, el clérigo, el buldero, el escudero, el pintor de panderos y el capellán. Su nuevo traje, en especial la capa y la espada, certifica su pertenencia a otra clase social; sus últimos dos empleos serán “hombre de justicia” (es decir ayudante de alguacil) y pregonero. En la modernidad emergente de la época, vestirse como hombre de bien equivale a ser hombre de bien. Su nuevo traje y el trabajo de distribuir agua no se corresponden.

Desde entonces, Lázaro se asume como un contratista, como un sujeto libre para vender su fuerza de trabajo que sin titubear le dice a su “amo” que no quiere seguir en ese oficio y que simplemente “reniega del trato” que ha hecho con el alguacil (LT Tratado séptimo). Lázaro ahorra la ganancia de su trabajo y la invierte para procurarse otro.

Nueva York, la ciudad moderna por excelencia es también el centro de sus contradicciones. La utopía moderna del desarrollo indefinido, la promesa de la solución o satisfacción de todas las necesidades materiales entra en crisis en esta ciudad donde el consumo de bienes y servicios pareciera poder extenderse de forma ilimitada. Pero la modernidad envejece pues el desarrollo material deja daños colaterales de difícil reparación.

Un ejemplo de ellos es el famoso metro de Nueva York que con más de cien años ha pasado de ser la imagen del futuro a ser un monumento al metal y al ruido de sus rieles que literalmente ensordecen a los pasajeros. El metro se atraganta de personas que llevan en sus trajes y en sus aparatos electrónicos la promesa del futuro pero que conviven con la inflexibilidad del desarrollo moderno en el transporte público, en la vivienda centenaria con escaleras de emergencia, en los puentes sin pintar, en la basura, en los cementerios, en los parques, las avenidas y las escuelas. La inflexibilidad moderna ha hecho que la estructura de sentimiento del neoyorquino promedio haya dejado de ser la sensación de vivir en un presente-futuro constante done la vida diaria se limitaba a producir, ganar, invertir y consumir adelantos de futuro.

El capitalismo ha impuesto su lógica de mercado extendiendo el consumo de manera astronómica y desplazando la producción a la periferia del sistema. En Nueva York entonces ahora se produce muy poco y en general se especula y se consume a ultranza. Muchos tienen el traje pero no el oficio, pues especular en el mercado no es un servicio sino un robo, una extracción del trabajo ajeno sin valor agregado.

La voluntad individual, y su libre ejercicio, define al sujeto moderno. Lázaro aprende a decir yo quiero o yo no quiero. En la modernidad más pura, el éxito se atribuye a una voluntad muy fuerte y a un ejercicio intenso de ella a través de la práctica. Si alguien fracasa es porque se trata de una persona sin iniciativa, de voluntad dudosa; casi se puede decir que la ideología moderna atribuye el fracaso económico al ejercicio libre de la voluntad. Gran contradicción, nadie quiere por voluntad propia vivir en las calles neoyorquinas durante el invierno, pasar sed en el verano o simplemente buscar entre las canecas de basura el alimento que se desecha en las cadenas de comida rápida. De alguna forma, el fracaso siempre es culpa del fracasado pues el credo de la modernidad y el mercado así lo promulgan.

Entonces, en la modernidad, la escritura es una expresión de la voluntad del sujeto que, literalmente decide, elije escribir como un acto de libertad. La modernidad especializa las esferas de lo público y lo privado. Las obras literarias se difunden cada día menos por la vía del manuscrito y se impone el nuevo concepto de la “publicación” de la obra. La escritura se desplaza hacia la esfera privada pero el libro se hace objeto y producto que se comercializa y consume.

La voz narrativa de El Lazarillo es la misma de su protagonista pero su “autor”, el sujeto histórico que lo escribe, permanece anónimo. La modernidad se obsesiona con la idea del autor de la misma manera en que lo hace con el concepto de propiedad privada. El autor es entonces visto como un sujeto excepcional y su biografía se usa para hacer una exégesis de la esfera privada y una hermenéutica de su obra. La publicación de una obra literaria se convierte en un equivalente del traje de Lázaro, de su capa frisada y su espada.

Algunos heredan el traje como en el caso de Don Diego Coronel el amo de Pablos (También llamado el Buscón en la obra de Quevedo). Otros, siguiendo la metáfora de la novela picaresca, somos como Lázaro y Pablos: sujetos emergentes que reclaman movilidad en el entramado social. Luego de publicar, el autor moderno se siente como Pablos en el capítulo séptimo del primer libro que para rechazar una nueva posición de servidumbre que le ofrece su amo le responde diciendo: “Señor, ya soy otro, y otros mis pensamientos; más alto pico y más autoridad me importa tener” (Libro Primero, Capítulo VII).

Escribir en Nueva York en español y publicar es reclamar un espacio para la periferia, es levantar la voz de Lázaro y Pablos. Se trata sin duda de actos contra hegemónicos pues en principio se resisten a la homogenización de prácticas culturales. Pero el sujeto latinoamericano no es plenamente moderno y en muchas ocasiones rechaza el mercado para privilegiar el feudalismo. No nos engañemos, en Latinoamérica la contradicción moderna consiste en la incapacidad de acabar con las ideologías feudalizantes. Muchos van a Nueva York en busca de “ahorrar la ganancia” y hacerse a un traje como Lázaro. Cuando el sujeto se integra al mercado de trabajo, cuando vende su fuerza, pospone sus proyectos intelectuales y espera que el traje algún día le permita hacerse a otro oficio. Muchos nunca lo logran, Nueva York está llena de escritores “fracasados” que han sucumbido al consumo y abandonan su obra.

También están aquellos hacen de su propia vida su obra literaria y existen como rémoras del sistema que dicen rechazar pero gracias al cual malviven. Escribir en Nueva York y publicar en español exige un acto de equilibrio propio de un equilibrista en un circo. Mantener un balance, a veces muy frágil, entre la supervivencia vital y el progreso hacia una meta que se entiende como la obra literaria. Es posible también, espero que no sea mi caso, tomar la opción de hacerse payaso en el circo de la Gran Manzana y entretener a los lectores-clientes con un exotismo cómico y auto destructivo en que la obscenidad y la aberración convierten al escritor y su obra en otra curiosidad neoyorquina.

La modernidad en su versión capitalista, ya lo hemos dicho, impone el concepto de propiedad privada y lo une a la idea del libre ejercicio de la voluntad. Entonces la compra y venta de las obras literarias se entienden como actos de libertad. Cuando el autor pone su nombre en la obra literaria y la entrega para su publicación, generalmente su nombre aparece en la portada del libro o en la primera página antes que el contenido. El nombre del autor precede a su obra, el sujeto-autor moderno se interpone entre el lector y el contenido.

Me gustaría recordar ahora el episodio en que Pablos dice llamarse Don Filipe Tristán (El Buscón, Capítulo VII libro Tercero). Pablos sabe que hacerse a un nombre es fundamental para lograr la movilidad social que pretende pero es descubierto en el engaño por Don Diego Coronel quien le dice:
    ―V. Md. me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es; que no he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar.

    ―¡Jesús! ―decía el don Diego―. ¿Cómo parecido? El talle, la habla, los meneos, hasta en esa señal de la frente, que en V. Md. debe de ser herida y en él fue un palo que le dieron entrando a hurtar unas gallinas. ¡No he visto tal cosa! Digo, señor, que es admiración grande, y que no he visto cosa tan parecida.

    ―Dolo al diablo ―dije yo―, y ¿no ahorcaron ese ganapán?
Todos sabemos el desenlace de este episodio. Pero, permitámonos explorar las otras opciones que tenía Pablos para lograr su cometido de hacerse otro por medio de su matrimonio. Si dijera la verdad sobre su origen sería descalificado de inmediato. Si tratara de explicar a sus interlocutores que su artimaña era igual a la que ellos usaban al pretender ser señores sin haber hecho nada por sí mismos durante toda su vida, también lo habrían rechazado. Pero tarde o temprano la sociedad feudalizante entra en crisis y su incapacidad para producir obliga a los señores feudales a vender el acceso a sus rangos, la opción sin duda es hacerse un nuevo rico, un perulero de esos que regresan de las indias cargados de oro y listos para comprarse un espacio entre la estructura social que los segregó.

Quizá al irse, como dice que lo hará al final del libro, Pablos encuentre un espacio en un nuevo mundo con sus propias contradicciones y peligros pero donde sea su trabajo personal, él mismo, quien pueda granjearse un lugar en el entramado social. Quizá vuelva y se case con la prima de Don Diego o le envíe dineros para que ella viaje a las Indias y se instale como allí como su esposa. Quizá se olvide de su idea y se case con una criolla, una mestiza, una indiana o se amancebe con alguna mujer.

No será fácil el viaje del pícaro que tendrá que sobrevivir la travesía en el atlántico, llegar al nuevo mundo y allí buscarse la vida con la esperanza de llegar a ser otro siendo él mismo.

Fuente: La Ventana

1 Comments:

Blogger José Valle Valdés said...

Muy interesante, amigo, lenguaje cautivador. Abrazo

11:32 AM  

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