Tuesday, November 28, 2006


La mujer y el ídolo

Francis Picabia
Fuente: Internet



YELLOW ONE

Salí cansado a pasear mis frustraciones. Con anuencia del aburrimiento por no saber qué hacer con mi vida y esperando, que la normalidad de algo sobrenatural, aconteciera y me salvara del climaterio antártico.

Soñando, sin la vigila del animal de la noche, al que su instinto le hace de brújula para atracar en un puerto de satín o de seda en los muslos enfermos de una aburrida de vivir sin saber por qué y para qué, entré al bar. A donde todos parecen contagiarse de inanición y dormitan como bolsas de excremento y sangre, sobre asientos de hule, simulaciones de cuero. Las paredes del lugar pueden contactarse con antiguos vestigios de pintura. Atesoran una heterogénea exposición de grafftis hermafroditas con oscuros significados sicológicos, dejados como códices por bohemios, ladrones, yonquies y prostitutas que -quizá- frecuentan el lugar, buscando calmar su ocio entre sorbos de alcohol y cosas raras. El ambiente de luces de fondo pobre, simulaciones de las luces, y de los prostíbulos de los suburbios parisienses, es iluminado por la voz de Paul Simón, que melódica y dulzona, seduce y subyuga a la noche.

En el fondo estaba Mario, él de los tragos mecánicos con sabor a mala noche e insomnio, con sus obesos codos recostados sobre el mostrador -desgastados por los roces continuos-¡Lícuame un Zombi! -Le dije. Lo echó a correr sobre el mostrador con las ruedas de su mala gana. Tras unos minutos, la necesidad de orinar amenazaba con reventarme la próstata. Salí sorteando los sucios muros para ir al baño, a donde una pareja se entregaba íntimamente al placer de conocerse, sin importarles el olor a orines que sale de ese cuartucho.

Comprobé, que las nociones sobre el entorno o el peligro desaparecen al hacer el amor. Ella, con el pecho al descubierto, depositaba sus enormes senos terminados en dos pistaches en las manos del joven, como si se tratara de una ofrenda a un dios griego. Este se entregaba al goce desenfrenado del placer, y como un toro furioso, se abalanzaba a poseerla, dándole apasionados mordiscos debajo del cuello: Pequeños tatuajes de rosas rojas sobre su delicada piel de durazno. Le levantaba la falda de un vuelco, introduciéndose entre sus entre sus piernas. Casi tembloroso, rodó su braga negra a un lado. Noté claramente cómo la penetraba por los dolorosos gestos de contrición en su rostro. Ella intentaba contrarrestar la dolorosa sensación, mordiéndose los labios. Poco a poco se dio comienzo a la mecánica ecuación del ritmo: Vaivén, sudor y gemidos que se fundían en una mezcla pasional. Excitaba más al joven sentir su balbuceo de confusas palabras en el oído derecho, y ella, al palpar la rugosidad de las manos varoniles que aferrándose fuertemente sus nalgas, apretaba como si tratara de absorbérselas en un arranque de pasión.

El inconfundible dulzor de olor al almizcle femenino se confundía con los de humedad, y vómitos de algún borracho. El cuarto no parecía suficiente para los gemidos, que como placenteros átomos se disolvían en el aura del éter, que rebotaba en mis tímpanos, elevando mis pulsaciones sensoriales. Yo, que no esperaba encontrarme en medio de aquel dichoso espectáculo, lo disfruté con la apócrifa actitud de un vouyerista casual, que por satisfacer el morbo olvidó por completo los dolores de la vejiga. ¿Creo que vine a orinar?....Eso. Creí recordarlo, mientras mis insatisfechos ojos se masturban. La lujuria y el deseo se exacerbaron. Al ver el cuerpo que se auscultaba en mi cerebro, a pesar de la grandeza desmesurada de sus senos, iguales a dos claraboyas marinas.

Una vez que el frenesí del orgasmo los estremecía, me dispuse a concluir mi experiencia, desahogando mí conducto urinario en el mugroso inodoro. Le di un golpe con el pie derecho, y se tragó mis inmundicias de un sorbo. Tomé un condón olvidado por alguien cerca del lavamanos y lo eché en el bolsillo de mi camisa. Salí presuroso y empapado en sudor, sin fuerza en las rodillas. Me abrí paso entre la multitud para volver al mostrador del bar.

Mario que no escondió su recelo, tampoco apartó de mí sus ojos, llenos de ira por la amabilidad con que traté a una trigueña, que poco antes charlaba con él efusivamente. Sonreí, y ella liberal o muy puta, correspondió con cierta suspicacia erótica de complicidad en los labios. Le ordené un trago, al tiempo que susurré una cita de amor en su oído, mordiéndole el lóbulo con la punta de mis labios. ¿Motivos? Tal vez quiera compartir una placentera noche.

Salimos rumbo a la puerta. -¿A tu apartamento o al mío? Le pregunté. A ella “le da lo mismo”. Volví atrás la vista a donde ya Mario no disimulaba su enojo, clavándome sus pupilas en la espalda como si fueran filosas dagas yemeníes. Su odio ha quedado impreso en el cristal de la puerta. Yo tranquilo. Caminé con la certidumbre de quien ha aceptado participar en la ruleta rusa: Oscuro sorteo de vida o muerte, una vez que me sumerja en el placer irrevelable del coito.

Daniel Montoly © 2001

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