Saturday, December 16, 2006

Cara de Cartucho


Giuseppe me llamó y al no encontrarme en casa, dejó un mensaje en el contestador, diciendo que fuera a recogerlo al aeropuerto porque tenía algo importante que contarme con urgencia. Dejó el número del vuelo Air-Italia y la hora de arribo. Eso me obligó a tener que cambiar mis planes. Entre otras cosas, tuve que llamar a Lola a la oficina para cambiar varias citas, incluso una con el artista plástico Marco Llorente Rivas y otra con mi analista. Bajé las escaleras para ir hasta al parking, pero un estúpido había decidido parar su auto justo detrás del mío y tuve que salir a recorrer el edificio entero, preguntando por el dueño de aquel Mercedes Benz negro.

Al fin, cuando casi me daba por vencido, una mujer bastante joven surgió de la nada, oprimió el botón de la alarma, que comenzó a pitar desaforadamente hasta volverme loco. La dueña del Mercedes, altiva y arrogante, pasó –casi desfiló-, por mi lado como si yo no existiera, abrió la puerta y puso el motor en marcha. Le grité y nada: arrancó a toda velocidad, dejando una delgada e irónica estela de humo. Me quedé ofuscado, ansioso de encontrar a alguien con quien descargar mi rabia, y abrí la puerta de mi Honda Acura 98. Encendí el motor y lo dejé correr por cinco minutos, porque llevaba varios días sin moverse del mismo sitio. La sola idea de que fuera dejarme a medio camino del aeropuerto, me puso como un atado de nervios.

Justo estaba por salir cuando alcancé a distinguir un rostro conocido bajando por las escaleras de salida. Traté de ubicar esa cara. Pero como siempre, a pesar de que por mi trabajo de periodista conozco cientos, tal vez a miles, de personas, cuando se trata de recordar lugares o nombres, soy un verdadero desastre. Sin embargo este rostro me parecía tan fresco, que esta vez me obstiné, intentando encontrar una pista para completar el rompecabezas. Por fin –casi llegué a gritar, y me contuve-, recordé que los noticieros llevaban varios días pasando una foto con búsqueda de captura, solicitando ayuda a la población; era un lugarteniente de un conocido narco colombiano, arrestado en su momento en un operativo conjunto entre La DEA y la policía colombiana. Su nombre, su jodido nombre tan popular entre los colombianos, -pensé mientras continuaba hurgando en la memoria- . Jairo, Jairo Varela Fuentes, alias Cartucho, ese era el nombre del extraño que ahora abordaba un auto deportivo de color rojo.

¿Qué diablos hacía ese tipo en el edificio? –me pregunté, con aires de Baretta- Ahora que lo pienso, tampoco recordaba haber visto nunca antes a la misteriosa fulana dentro del complejo de lujosos apartamentos. Se me ocurrió de entrada la idea de llamar a la policía, pero la descarté pronto –así, de buenas a primeras, no me iba a convertir en un asqueroso informante. Hice a un lado la idea. Bajando a la realidad, miré el reloj: las 9 de la mañana. Maldita sea. Empecé a tragar saliva, imaginando un atolladero de tránsito en la avenida Winston Churchill, y la certeza de no llegar a tiempo para recoger a Giuseppe en el aeropuerto. Decidí entonces bajar a la 27 de Febrero para tomar el expreso hasta cruzar el puente Juan Pablo Duarte. Según mis cálculos, eso no se me iba a llevar más de dos horas. Mientras conducía, comencé a recordar cómo había conocido a Giuseppe. Un amigo común me lo había presentado una noche en una fiesta del dueño de la galería de arte Cemís. Al conversar con él, noté que poseía una esmerada educación y un vasto conocimiento de la cultura europea.

Pero su aspecto físico no encajaba para nada con los rasgos morfológicos de los habitantes del Mediterráneo. Si mantenía la boca cerrada y no escuchaba su acento, creería más bien que era gringo. Había venido a dar a mi país después de una larga peripecia por varios países asiáticos. Nunca me dijo por qué se rehusaba con vehemencia a volver a Italia, incluso sin visitar a su madre en su lecho de muerte, no obstante lo cual, impensadamente, la semana pasada se apareció por la galería para avisarme de su salida a Italia el lunes siguiente...por si necesitaba algo suyo, o mi esposa. Lo noté desesperado y no quise dejarlo solo, de modo que fuimos a almorzar al restaurante El Conde luego a su apartamento en el Evaristo Morales, donde terminó de preparar una exigua maleta para unos días.. Recuerdo haberlo visto preparar algunas piezas, que no alcanzaban para más de una semana. Desde nuestra última conversación comencé a intrigarme con la enigmática atmósfera que rodeaba a Giuseppe. Que, por ejemplo, no hablaba jamás sobre su familia, apenas sobre la muerte de la madre por cáncer de colon. Como consuelo, ni siquiera Natalia, prima de mi esposa y su pareja hacía dos años, sabía mucho más. O bien....

Pero ahora dejaba ese condenado recado en el contestador, con un asunto importante que contarme. El tránsito en La autopista Las Américas, por fortuna, no estaba congestionado, algo extraño para un fin de semana. La belleza del paisaje costero me distrajo y comencé a relajarme a medida que me alejaba de la ciudad. Prendí la radio, y escuché la voz melancólica de José José, cantando una de sus canciones antológicas. Me dejé engullir por la nostalgia, y por poco me echo a llorar, recordando a Cristine, mi imposible primer amor. Apagué la radio, malhumorado. Odiaba reconocer que no era tan duro como presumía entre mis amistades. Por fin, alcancé a distinguir al frente la terminal aeroportuaria, lo primero, fue el caos característico para encontrar un lugar donde parquearme. Un moreno como de seis pies se acercó a la ventana del carro. Me mostró su carné y me hizo seña de que lo siguiera. Me bajé, le entregué las llaves y él se hizo cargo del volante, encargándose del reto.

Entré a un corredor que parecía un hormiguero. Enseguida, comencé a buscar el rostro de Giuseppe, aunque fue él quien primero me encontró, y me saludó con suma alegría. Le di ese abrazo que solemos hacer los caribeños cuando nos encontramos con alguien a quien de verdad queremos.

De entrada, estuvo muy reticente a hablar conmigo –a la menos allí-, acerca de su estada en Italia. Recuerdo haberle repetido mi clásica broma del hombre “tan hambriento como una pulga después de una huelga de perros”, y su rara sonrisa. Le ofrecí llevarlo a su apartamento, y lego encontrarnos en la galería, previo recoger a Natalia y a Nina, especulando con sacar alguna punta de su secreto durante el viaje. Ante alguna cosa que le dije de la preocupación de Nina –por el temor de que tal vez no regresara, y algo más que agregué sobre su “condena al eterno retorno a Dominicana”, volvió el rostro y no quiso mirarme. Una larga sombra nos cercaba, ominosa, invisible.

Alejandro Drenes/ Daniel Montoly

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