El adiós a la poeta triste
Este martes murió una de las mayores escritoras de la lengua española del siglo XX, autora de los célebres Poemas de amor y Nocturnos. Por su antología personal En lo más implacable de la noche recibió en el año 2005 el Premio de Poesía José Lezama Lima que otorga la Casa de las Américas
por Silvina Friera
Los uruguayos desayunaron el 28 de abril con los ojos empañados por la tristeza. Los argentinos también. Cuando la noticia de la muerte de la poeta uruguaya Idea Vilariño empezó a circular, fue duro pensar que ese rostro de una belleza tan impactante como triste —porque Idea siempre miraba el mundo como si tuviera un malestar crónico, con su nihilismo y escepticismo adheridos a sus ojos— ya no estuviera entre nosotros.
Era asmática, pero no se le puede achacar a esa enfermedad la culpa de tanta tristeza. Cómo no recordar uno de los versos que escribió, acaso intuyendo que sería una suerte de epitafio: “Nunca tan lejos de la vida. Nunca / Nunca tan grande como hoy la muerte, / sobre todo, ante todo, al fin de todo, / y yo, sintiéndome ir trágicamente”.
Su poesía, como la poeta, es bella y triste. Fue una mujer que rechazó premios, reconocimientos, entrevistas y becas, entre ellas la Guggenheim, una de las más codiciadas. También rechazaría, claro está, los elogios fúnebres. Parafraseándola, parece “inútil decir más, nombrar alcanza”. Pero lo que hay que decir es que a los 89 años murió una de las mayores poetas de la lengua española del siglo XX.
Vilariño nació en Montevideo el 18 de agosto de 1920 en el seno de una familia de artistas. Su padre, Leandro Vilariño, de origen gallego, era anarquista y poeta, y a los cinco hijos de su matrimonio con Josefina Romaní les puso los nombres de Poema, Azul, Alma, Idea y Numen. Además de escuchar música y de adentrarse en la literatura clásica, el padre le leía su propia poesía, la de Almafuerte, Herrera y Reissig y Darío.
Idea estudió piano, pero lo que más le gustó fue el violín, al que le dedicó diecisiete años. Empezó a escribir poesía de adolescente como un servicio a sus compañeras de clase. Componía poemas de amor que las quinceañeras entregaban a sus enamorados como si fueran propios. Esta Cyrana de Bergerac rioplatense nunca se dio cuenta de su talento y tampoco creyó en él. Pero pronto tuvo la certeza del sinsentido de la vida, de la muerte que crece junto a nosotros, de un mundo sin Dios, del fracaso del amor y la desolada inutilidad de todo esfuerzo.
Esa muchacha hermosa y frágil —ubicada por el crítico Ángel Rama en la primera promoción de la Generación Crítica— se convirtió en una de las figuras más destacadas de la poesía uruguaya con obras como La suplicante (1945) y Paraíso perdido (1949), dos de sus primeros poemarios, en los que la poeta ha reconocido influencias de Juan Ramón Jiménez.
Antes de cumplir los treinta años, ya era ampliamente reconocida en el Río de la Plata, donde se destacó, además, por su labor como crítica literaria y como traductora. Sus traducciones y ensayos sobre Shakespeare han sido reconocidos en el mundo académico latinoamericano. Trabajó como profesora de Literatura de enseñanza secundaria desde 1952 hasta el golpe de Estado de 1973. Tras la dictadura, en 1985, obtuvo la cátedra de Literatura Uruguaya en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.
Vilariño también fue reconocida como compositora de canciones, entre las que destacan dos títulos míticos de la música popular uruguaya: A una paloma, que fue adaptada por Daniel Viglietti, y La canción y el poema, musicalizada por Alfredo Zitarrosa.
Idea era una hija de Bartleby. Ella prefirió no promocionarse. Pese al interés que despertó en estudiosos de todo el mundo, que tempranamente se interesaron en su poesía, Vilariño fue reticente a comentar sus poemas, a dar entrevistas.
“La poesía fue conmigo siempre —dijo en uno de los pocos reportajes que concedió a la escritora Elena Poniatowska—. La viví naturalmente, como algo inevitable, privado, que no me daba ningún realce y la hacía sin deliberación, sin proponérmelo, como lo hice después, como lo he hecho siempre. Creo que nunca supe cómo iba a terminar un poema, hasta ahora es así. Necesito decir algo; eso es compulsivo. Pero no sé cómo lo diré, aunque al escribir tenga un dominio absoluto de lo que hago, pero desde la primera línea el poema, su ritmo, eso que es imperativo decir me lleva hasta el final, hasta el cierre inevitable.”
Tiempo, amor, vida y muerte vertebraron el universo poético de Vilariño. Nocturnos (1955), Poemas de amor (1957), Pobre mundo (1966), Poesía (1970) y No (1980) son algunos de los principales títulos de su obra poética, que ha sido traducida al inglés, el italiano, el alemán, el portugués y el ruso.
En su obra Idea Vilariño. La vida escrita (2007), Ana Inés Larre Borges y Virginia Friedman cuentan el apasionado romance que Vilariño mantuvo con el escritor Juan Carlos Onetti, con el que nunca llegó a casarse, pero al que están dedicados sus poemas de amor más dolorosos y desolados. Para Vilariño, la poesía era una forma de ser, de su ser.
“Mi poesía soy yo. Por eso no me interesaba publicar; es más, deseé no haber publicado nunca, hay poemas que jamás mostré —reconoció en la misma entrevista realizada en 2004—. Escribir era otro asunto. Nunca escribí pensando que alguien lo leyera. Lo que decía era privadísimo y no buscaba llegar a otro, comunicar. Publicar fue tan contradictorio, tan poco coherente como seguir viviendo cuando sabía, y cómo, cuando pensaba lo que pensaba del hecho de vivir. Esas incoherencias fueron difíciles de sobrellevar. A esta altura ya nada importa.”
Idea hizo de la poesía el “acto más privado de su vida, realizado para nadie, para nada”. Un acto radical que la llevó a decir en uno de los poemas que integran No: “Ya no tengo / no quiero / tener ya más preguntas / ya no tengo / no quiero / tener ya más respuestas. / Tendría que sentarme en un banquito / y esperar que termine”.
Tomado de Página/12
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