“En términos generales, todos los géneros me parecen incómodos. Por eso
los practico. No tendría caso enfrentar un género que no ofreciera
desafíos. Lo mejor para un detective es encontrar un obstáculo: eso
significa que está en la pista correcta. En la literatura pasa algo
similar”.
¿Qué representa para usted ser el escritor seleccionado
para protagonizar la próxima Semana de Autor de la Casa de las Américas?
¿Cuál fue su impresión al conocer la noticia?
Hace unos años, Sergio Pitol, un escritor al que quiero y admiro mucho,
estuvo en La Habana para una semana similar. Me da mucho gusto seguir su
estela. Sergio fue un modelo para adentrarme en la traducción literaria
y para combinar distintos géneros. La primera presentación
significativa que tuve en público fue una lectura en un ciclo llamado
"Encuentro de generaciones". La idea era reunir a un veterano con
alguien que comenzaba. El ciclo empezó con Octavio Paz y David Huerta.
Cuando invitaron a Sergio, pensó que él sería el joven. Tenía 45 ó 46
años, pero no era muy conocido. Además, la literatura te depara esa
extraña compensación de seguir siendo un autor "con futuro" durante
mucho tiempo. Total que se sorprendió al verse como consagrado. Por mi
culpa se sintió viejo (eso lo consigna, con mucha gracia, en su libro El arte de la fuga).
El caso es que me da mucho gusto seguir, una vez más, su derrotero. Por
otra parte, me formé leyendo libros de Casa de las Américas, que
circulaban mucho en el México de los años setenta, así es que es una
alegría ir ahí.
¿Cuáles son sus expectativas en cuanto a estas jornadas? ¿Qué espera
del diálogo e intercambio con sus críticos y del encuentro con los
lectores cubanos?
En Cuba se han publicado dos de mis libros, la colección de cuentos Albercas y la novela El disparo de argón. Con motivo de esta semana saldrá una antología de cuentos y crónicas escritos a lo largo de treinta años: Espejo retrovisor.
Es un regalo entrar en contacto con lectores de la isla. Mi abuela
nació en Progreso, un puerto en la península de Yucatán, y la máxima
diversión de su infancia era ver el resplandor que de pronto surgía en
el horizonte: ¡las luces de Cuba! Me alegra ir a la isla que para mi
abuela era el mayor espectáculo del mundo. En mis dos viajes anteriores a
La Habana, he encontrado lectores de primera fila, y admiro a autores
de mi generación como Reinaldo Montero, Senel Paz, Arturo Arango y
Leonardo Padura, con los que mantengo un diálogo implícito a través de
lo que escribo.
Para hacer un poco de historia. ¿Qué le aportó el Taller de Augusto Monterroso? ¿Cómo definió (si lo hizo) su vida literaria?
Era un maestro severo, dispuesto a demostrarnos lo malos escritores que
éramos. Lo conocíamos como uno de los autores con mejor sentido del
humor de la literatura latinoamericana, y no estábamos preparados para
su obstinado rigor. Sin embargo, poco a poco entendimos que esa era la
mejor forma de ayudarnos. La mayoría de los miembros de su taller
dejaron de escribir, extenuados ante las exigencias de su magisterio.
Pero eso también motivó a otros alumnos. Monterroso enseñaba que sólo
hay recompensa si se aceptan las dificultades del camino.
Su versatilidad demuestra que sabe moverse con tino entre diferentes
géneros y registros, pero me parece que pone especial atención en
incorporar el humor o la ironía como ingredientes de sus trabajos, aun
cuando estos aborden temas tradicionalmente “serios”: violencia, narco,
dolor. Si es así, ¿por qué el énfasis?
El humor tiene que ver con la personalidad. No hay nada más terrible que
alguien que se esfuerza en ser chistoso. En lo que escribo siempre hay
dosis de ironía, pero eso no es calculado, o sólo lo es a medias. Tiene
que ver con mi manera de sentir, de respirar y de ver el mundo. La
ironía es una distancia crítica que permite sobrellevar desastres sin
que eso sea demasiado grave. Como mexicano, ha sido un recurso de
supervivencia para mí.
A partir de la lectura de algunos de sus textos narrativos, puede advertirse cierto gusto por referencias a La Odisea. ¿A qué otros temas, referencias o incluso autores, vuelve constantemente, como un eterno retorno?
No lo tengo muy claro. Puedo detectar otras constancias en otros
autores, no tanto en mí mismo. Aun así, arriesgo una respuesta: supongo
que la infancia, los misterios de lo cotidiano, la revelación religiosa,
la incertidumbre del amor y la certeza de que las cosas más importantes
de la vida ocurren en nuestra ausencia, son otros temas recurrentes.
¿Cuál de los géneros en los que ha incursionado le ha valido las
mayores satisfacciones? Y (es una pregunta distinta), ¿en cuál se siente
más cómodo, más libre, más Villoro?
En el plano de las satisfacciones, nada se compara a la literatura
infantil. La mayoría de mis lectores tienen menos de 14 años. El libro salvaje,
que trata de un libro que se oculta en una biblioteca y no quiere ser
leído, ha vendido más que todos mis demás libros juntos. Eso apunta a
que mi auténtica edad intelectual es de 13 años, como la del
protagonista de ese libro (que, por cierto, es mi tocayo). No me parece
mal que así sea. Los niños no leen por esnobismo ni para posar de cultos
en una reunión. Las respuestas que he recibido de ellos son de una
franqueza total. Muchos ni siquiera reparan en que el libro tiene un
autor. A veces hasta olvidan el título. Lo conocen como el libro de la
portada roja o del dibujo tal. Cuando sus padres me presentan como "el
autor", no siempre les impresiona mi presencia. Lo importante para ellos
es el libro. Lo leen con devoción, como si se hubiera escrito a sí
mismo. El autor sale sobrando. Un buen baño de humildad.
En cuanto a la "comodidad" de ejercer un género determinado, debo decir
que me siento más suelto en las crónicas, pero eso también se debe a que
es un género que vive de la inmediatez. No puedo darme el lujo de
calcificarme ante algo que debo entregar en unas horas. En términos
generales, todos los géneros me parecen incómodos. Por eso los practico.
No tendría caso enfrentar un género que no ofreciera desafíos. Lo mejor
para un detective es encontrar un obstáculo: eso significa que está en
la pista correcta. En la literatura pasa algo similar.
En el contexto literario americano actual emergen cada vez más
escritores con voces propias y propuestas originales, sin embargo, estos
autores no solo carecen muchas veces de lectores en general, ya que
parecen ir en disminución, sino que ellos mismos no se leen entre sí.
¿Cómo valora el tema de la “socialización”, llamémoslo así, de la
literatura latinoamericana y qué soluciones se vislumbran en el
panorama?
Hay espléndidos escritores en América Latina, pero los libros no siempre
llegan a los lectores. En eso tenemos un rezago terrible. Colombia ha
hecho mucho por el libro, demostrando que es un eje de la cohesión
social. Después del desgaste de décadas de violencia y narcotráfico, los
libros y las bibliotecas fueron una pieza central para recuperar el
tejido social. Es un ejemplo alentador para México. Durante seis años,
el presidente Felipe Calderón, miembro del partido más conservador del
país (el PAN), creyó que el narcotráfico sólo se combatía a balazos. El
resultado fueron 80 mil muertos y 30 mil desaparecidos. La única
enseñanza que podemos obtener de eso es que toda bala es una bala
perdida y que la única forma ética y duradera de enfrentar el problema
es la educación. Deberíamos seguir el ejemplo de Colombia y crear
alternativas culturales para que la gente no entre al crimen organizado.
En este sentido, la literatura puede ser en México un principio de
seguridad nacional.
En tiempos de Internet, blogs y redes sociales, ¿se muestran estas
como las vías de potenciación para la difusión de la literatura
latinoamericana?
Estamos a la orilla de un océano todavía indescifrable. Desde el siglo
XII, cuando se crea el objeto libro (con páginas, índice, capítulos,
etc.), la lectura no había variado tanto. En el Renacimiento la imprenta
permitió la reproducción en serie de los libros, pero el cambio más
significativo había venido antes. Ivan Illich, el gran filólogo y
pedagogo, se preciaba de recordar que "página" quiere decir "viñedo".
Desde que las líneas se sembraron de manera definitiva en los libros del
siglo XII, no había habido un cambio tan drástico. Vivimos inmersos en
la cultura de la letra, pero aún es temprano para saber adónde nos van a
llevar los mensajes omnipresentes que nos rodean. Es obvio que la
difusión y la comunicación han aumentado, pero también hay una perdida
de privacidad, de asimilación y valoración lenta de los textos, de
sentido de responsabilidad ante la palabra (que ya no es vista como algo
cultural sino atmosférico). Lo único cierto es que estamos ante un
fenómeno asombroso.
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