Los acorazados del César cruzaron el océano
dispuestos a hundir a Cartago en la ruina
a menos que ocurriera algo sobrenatural
contra su posición hegemónica de imperio.
Luego, los ojos radiantes de la muerte
pasaron degollando a cada recién nacido
que encontraron en lugar de armas clandestinas
debajo de sus argumentos belicosos.
Y Cartago, aquella ciudad hembra
en el cráneo de un desierto de machos,
febril luna inundada en semen de fuego,
quedó colgando de los párpados femeninos
como un inconmensurable cementerio,
sólo visitado por el silencio y los pájaros.
© DANIEL MONTOLY
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