por Juan Nicolás Padrón
Pasado este «trauma» después del primer cuarto de siglo, la propia autosuperación de Darío en sus últimos textos propuso y dejó nuevos derroteros, todavía no suficientemente estudiados en su proyección social a partir de una relectura desde la realidad latinoamericana actual.
Tales perspectivas allanaron el terreno para que la poesía nicaragüense indagara al menos en dos zonas de importancia: su historia nacional y la política de aquellos momentos. Más que una influencia, Darío constituía una presencia inevitable o una sombra ineludible, no solo en la cultura literaria de Nicaragua, sino en la de muchos países hispanohablantes. Quizás por esa razón, con cualquier variante que se elija para seleccionar la obra poética de José Coronel Urtecho, hay que comenzar por su «Oda a Rubén Darío», que al igual que su «Contrarrima», fue escrita en 1925.
La revuelta de Coronel Urtecho implicaba deferencia y refutación, base esencial para demoler los clisés del modernismo, y a pesar de que desde temprana edad escribió poemas, no vale la pena considerar nada antes de la «Oda». Primogénito de un abogado liberal que demostraba buena prosa y de una dama de la oligarquía conservadora, de «temperamento artístico» y educada en Francia, en su casa había cierto ambiente cultural —aunque no poético—, comparado con la desolación del resto de Granada; pero aún así, Darío no era bien visto. El padre de Coronel Urtecho se suicidó después del derrumbe de la Revolución Liberal de 1910, y esta decisión fue considerada una fuerte actitud antiyanqui, pues las tropas norteamericanas ocuparon Nicaragua entre 1912 y 1925. Después del suicidio del padre, con ocho o nueve años, comenzó a escribir cosas que parecían poemas, pero la madre no creyó que fueran creadas por él.
En 1916 había entrado en el Colegio Centroamérica de Granada, Nicaragua, dirigido por padres jesuitas españoles, franceses e italianos; allí cursó la primaria y se graduó de bachiller, y continuó escribiendo, pero los manuscritos de entonces solo constituyeron tanteos de iniciación. Su madre, marcada por el trágico final del padre, consideraba que la religión podía apartarlo de las ideas liberales. En 1920, en El Correo de Granada, apareció publicado su primer texto poético, dedicado a la virgen de Concepción.
Estas nutriciones fueron esenciales para Coronel Urtecho, para los integrantes de su generación, y, posteriormente para muchas promociones latinoamericanas. En los Estados Unidos no solo aprendió poesía norteamericana, sino que reafirmó lo que le había enseñado Rubén Darío: la posibilidad de que un nicaragüense resultara un poeta universal. Allí fue lector asiduo de la poesía contemporánea europea, especialmente la francesa, como la del multifacético Jean Cocteau, sin dejar a un lado la obra de los que habían sido sus preferidos españoles ―Garcilaso, Boscán, Fray Luis, San Juan y el Góngora de la luz―, y también la de los hispanoamericanos de los que pudo encontrar libros, como el argentino Oliverio Girondo ―se sabe que más adelante mantuvo contactos con la literatura del grupo Orígenes.
Al regresar a Nicaragua en 1927, llegó cargado de ideas y con un nuevo sentido para relacionarse con el poema mediante el ejercicio continuado de la traducción, quizás un procedimiento que marcó huellas en su poesía, semejantes a las dejadas en Jorge Luis Borges a su regreso de Europa a Buenos Aires. Lo primero que hizo fue publicar «Oda a Rubén Darío» en El Diario Nicaragüense de Granada, pero se dedicó más bien al periodismo, y continuó publicando originales artículos y traducciones en ese mismo órgano de prensa, y más adelante en Página de Vanguardia, suplemento literario de El Correo.
Coronel Urtecho, además de poemas, escribió narraciones, obras de teatro, ensayos, y realizó traducciones, que convirtió en hechos creativos. Junto a Manolo Cuadra, Pablo Antonio Cuadra, Joaquín Pasos, Jorge Icaza Tigerino, Luis Alberto Cabrales, Luis Pasos Arguello y otros difundieron las ideas de las vanguardias y organizó este movimiento en Nicaragua mediante la prensa.
Solo en el contexto de la década del 30 en Nicaragua pueden explicarse coherentemente su actitud y su actuación, de acuerdo con su origen de clase y lógica alineación ideológica. Desde Las Segovias, Augusto C. Sandino se había convertido en un jefe guerrillero invencible que luchaba contra la Guardia Nacional y también contra la invasión de tropas yanquis; Juan Bautista Sacasa asumió la presidencia en 1933 y al retirarse las tropas norteamericanas comenzaron a desarmarse las fuerzas sandinistas; frente a las movilizaciones del ejército nicaragüense al año siguiente, comandadas por Anastasio Somoza, Sandino, el General de Hombres Libres, marchó a Managua para protestar ante el presidente por la intervención militar en zonas campesinas, y fue asesinado por Somoza junto a trescientos patriotas.
Estos hechos enredaron la participación y complicaron la colocación política de Coronel Urtecho en la lucha política de su país; Somoza se presentó como el «hombre fuerte» de Nicaragua, el «padre» conservador que necesitaba la patria para restablecer el «orden», y se impuso en las elecciones presidenciales de 1936; dos años después convocó a una convención constituyente para extender el período presidencial a seis años, fue reelegido hasta 1947 y posteriormente continuó en el poder hasta ser ajusticiado por el patriota Rigoberto López Pérez.
El poeta, que mantenía un intercambio sistemático con la historia, apoyó al somocismo; había demasiados ejemplos de violencia en la tradición nacional desde su fundación: a Manuel Antonio de la Cerda, primer presidente de la república de Nicaragua en 1825, quien nunca robó las arcas públicas, le complacía que le presentaran las orejas de los prisioneros en la guerra civil, mientras que Juan Argüello, el vicepresidente que lo derrocó, mutilaba las narices a quienes les perdonaba la vida; los hechos violentos desde entonces se sucedían bajo el rencor y la envidia, los odios personales y las pugnas familiares, en las que se mezclaban los intereses locales con los nacionales.
Por aquellos años, lo más importante para el poeta, al enrolarse en el lugar equivocado de la política, era reconstruir una fuerte autoridad conservadora, preferentemente centralista, pues los liberales se inclinaban por un Estado federado semejante a los Estados Unidos, que mantuviera un equilibrio nunca encontrado en Nicaragua, ni por liberales ni por conservadores. En su vida personal tuvo una decisiva influencia su casamiento con María Kautz Cross en 1932 y su establecimiento en el departamento de Río San Juan, próximo a Costa Rica, donde ella poseía una hermosa finca; juntos tuvieron siete hijos en un salvaje y paradisíaco rincón nicaragüense. Sus bucólicos poemas a partir de estos momentos iban trenzados con el tema del amor y bajo el deslumbramiento de su fuerte y pelirroja mujer; el extenso poema «Pequeña biografía de mi mujer», de 1963, tuvo su origen en aquellos años:
Mi mujer era roja como una leona
Era campeona de basketball y vivía en el río
En una hacienda de ganado que ella personalmente manejaba
Porque hacía las veces del padre en su familia de cinco mujeres
Y también manejaba una lancha motora
Porque también era mecánica y marinera
Como lo es todavía
Maestra en toda clase de artes y oficios
Más que cualquier obrero o cualquier artesano
Mucho mejor trabajadora que las señoras y mejor que las criadas
Pues no sólo maneja una casa sino que la hace con sus propias manos y la llena de cosas que ella misma fabrica, desde las sillas y las mesas hasta las camas y la ropa […]
En 1935 fue uno de los fundadores de la revista Ópera Bufa, dirigida por Joaquín Zavala Urtecho y de abierto apoyo a Somoza, que comprometió aún más su filiación; su obra incursionó en la narrativa, pero las noveletas Narciso y La muerte del hombre símbolo, ambas de 1939, dejaron bien claro su poco rendimiento en el género. Sin embargo, su temperamento poético se acrecentó bajo tres confrontaciones determinantes: las sugerencias que le proporcionaban las innumerables lecturas, el continuado ejercicio de la traducción en el que hacía suya una creación de cada poema o trabajo traducido, y el mensaje divino escuchado en la concepción doméstica de la vida, disfrutado con su mujer e hijos en parajes lluviosos y naturales de su patria.
De estas últimas circunstancias nació una poética horaciana y cercana a Fray Luis de León, unas notas de preocupación de existencia, fuente de inspiración de la mayoría de los sonetos en que celebró el paisaje agreste y el amor conyugal manifestado en la vida sencilla de su hogar; estas creaciones enfatizaron el sentido cultural de su compromiso con la poesía: en «A un roble florecido» se muestra la «ternura de la primavera», capaz de renacer a un moribundo árbol a punto de ser cortado y sin ilusiones de vida, retoñado por el milagro de la lluvia; en «Sol de invierno» vuelve al tema de la brevedad de la existencia, pero esta vez con la propuesta de la armonía con la naturaleza, una conciliación americana que se aleja del ideario místico europeo; en «Credo» se levanta una oración de agradecimiento al Creador desde la primitiva sencillez del hombre común; «Rustica conjux» y «La cazadora» constituyen ejemplos de clásicos endecasílabos que describen las ocupaciones de su mujer, un homenaje en que se recrea de manera realista y serena el soneto florentino bajo un perfil de evidente identidad nicaragüense.
Esta nueva lectura de la tradición hispana no dejó a Coronel instalado en una forma definitiva. La publicación en Madrid del Panorama y antología de la poesía norteamericana, en 1949, fue una revelación; su influencia en muchos bardos hispanoamericanos marcó un definitivo enlace de las poéticas de la cultura norteamericana con el resto de América, no pocas veces saturada de prejuicios hispanófilos. Este influjo en la construcción del lenguaje coloquial impuesto en los años cincuenta ha sido reconocido por creadores hispanohablantes, como Ernesto Cardenal, pues la poesía en español necesitaba de esta proyección para la renovación estilística, deuda pendiente de comunicación de la lengua española en la modernidad americana.
Posteriormente, tal rendimiento fue enmarcado en otro contexto y Coronel, con la colaboración de Cardenal, publicó la conocida y más completa Antología de la poesía norteamericana, en 1963. Estos vínculos con la literatura y la poesía de los Estados Unidos abrieron nuevos diálogos culturales de suma importancia; Rápido tránsito, de 1953, fue uno de los primeros textos de carácter testimonial publicados, en este caso sobre la vida de Coronel Urtecho en el gigante norteamericano. Otros acercamientos similares contribuyeron a que escritores latinoamericanos concluyeran obras y creaciones culturales que zanjaron la incomunicación idiomática entre estas dos regiones del continente.
En 1961 Coronel fue uno de los fundadores de la Universidad Centroamericana de Managua, pero no presumió ni ostentó el título de académico del que en su etapa vanguardista tanto se burlara, y como parte de esta dialéctica de las paradojas, se acercó otra vez a la indagación en la tradición nacional y publicó en 1962 dos tomos de Reflexiones sobre la historia de Nicaragua ―el tomo tercero fue publicado en 1967―; esta vez se presentó como un investigador interesado en desmarcarse de visiones maniqueas y con análisis muy completos del devenir nacional. Establecido definitivamente en su hacienda con su esposa a partir de 1959, solo breves estancias lo arrancaron de allí; esta circunstancia lo volvió a encaminar a su verdadera vocación: la poesía.
Si bien hasta este momento había construido una obra polifacética marcada por la agilidad verbal, de proyección comunicativa y cierto juego con la palabra o la frase recitada, el resumen de su conciencia poética todavía no había producido un libro. Entonces se dio a la tarea de recoger en un único volumen de poesía la renuncia y reconocimiento a Darío, el divertimento vanguardista, la asimilación de las culturas populares norteamericanas y nicaragüenses, la tradición hispánica en formas clásicas, las incursiones en zonas del inconsciente, las preocupaciones por los modos expresivos de la comunicación —tanto los de contención racional como los de desborde emocional—, la insinuación hermetista y el objetivismo de su poética realista, siempre desde una visión católica de raíz primitiva.
Pól-la d’anánta katánta paránta; imitaciones y traducciones, de 1970, resultó el fruto de esa síntesis, una expresión onomatopéyica griega tomada de las obras de Homero que significa «y por muchas subidas y bajadas y veredas, por fin llegaron», locución que concentra, no solo el espíritu de su producción desde la vanguardia y el recorrido diverso en acercamientos estilísticos de las posvanguardias, sino su travesía de vida. El propio autor reconoció que el subtítulo de «imitaciones y traducciones» se debió a que casi todos sus poemas habían sido sugeridos por otros, generalmente traducciones, aspecto que revela hasta qué punto le parecía creativo el ejercicio de la traducción. En esta antología se resume una concepción signada por la dialéctica de las diferencias, no pocas veces antagónicas, pero siempre partiendo de la literatura; así ha sido considerado por José Olivio Jiménez, para quien
Usted ―me dijo, antes que nada, sin más ni más, Carlos Fonseca Amador, esa vez, única que lo vi, como en febrero o marzo del 68, ocho años antes de Zinica cuando nos vimos clandestinamente a sugerencia de él, por mediación de una discreta amiga suya, en casa de un amigo común, en Managua nada más al entrar, andando aún, todavía sin darme la mano y como señalándome con ella, su mirada invisible clavada en la mía, con su voz de absoluta energía y total convicción pero no amenazante usted —así me dijo— es el culpable después de Somoza de la desgracia del país, con lo que me sentí, comprenderán,
no tanto herido cuanto alumbrado,
deslumbrado por el rayo.
Lo que le respondí para explicarme ya ni vale la pena. Ya no tiene sentido.
Todo era entonces confusión, ficción, mentira.
La realidad de entonces no era sino mentira.
La realidad entonces era mentira.
La realidad-mentira. […]
Es cierto que su obra incita a considerar la realidad textual en un proceso plural y multifacético de construcción y reconstrucción que propone una búsqueda mayor. Uno de los aspectos más escondidos ha sido su autoirónico sentido del humor, exento de arrogancia, visión que probablemente adquirió gracias a sus estrechos contactos con la poesía anglosajona; una de sus frases que más se ajustaba a esta característica es que «ante la literatura hay que ser humilde como ante el mar». Creía mucho en lo que podía producir una selva de palabras, pues todo estaba en ellas: todo está en la lengua porque no solo las palabras son cosas, sino que todas las cosas se transforman en palabras.
Fue muy reconocido y respetado en Nicaragua por diferentes generaciones, quienes lo han considerado un maestro de la palabra. Ernesto Cardenal ha dicho de Coronel Urtecho: «Él ha sido una verdadera biblioteca nacional y maestro de todos, hombre de muchas piezas, como decía Unamuno, inquietísimo y distinto cada día». Sus voces múltiples dejaron un legado a favor de la profundización de los procesos literarios e históricos, de la nutricia relación entre diversas poéticas provenientes de cualquier cultura, de la actitud creativa ante la traducción, así como de considerar «las muchas subidas y bajadas y veredas» para poder llegar a cada punto de la poesía y de la historia.
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