Monday, July 9, 2012

 Carlos Pellicer: la religión del paisaje
 
La obra poética del escritor mexicano Carlos Pellicer (1897-1977) está necesitada de una revisitación ante un injusto silencio fuera de sus tierras

por Juan Nicolás Padrón
José Vasconcelos, admirado por la pasión de Carlos Pellicer ante el paisaje, en el prólogo a Piedra de sacrificios. Poema iberoamericano (Ediciones Nayarit, México, 1924), escribió: “De allí que todo lo va resultando claro; los panoramas tropicales de colorido espléndido, sus emociones se tornan visión límpida, su pensamiento que se le vuelve paisaje. Leyendo estos versos he pensado en una religión nueva que alguna vez soñé predicar: la religión del paisaje”.

A pesar de que el ser humano ha mantenido una relación milenaria con el entorno natural, y la ha expresado artística o literariamente desde las más antiguas y supersticiosas emociones hasta la paisajística urbana del modernismo, la poética de Pellicer aportó una singular subjetividad al nuevo ruralismo tropical en México, de gran sentido espiritual y religioso, que se constituirá en una estética muy apreciada por posteriores poetas americanos, al descansar en una real hibridez, en una intersección de culturas aborígenes con europeas que hizo visibles las primeras y adaptó las segundas a su contexto: hoy estas culturas originarias se han hecho evidentes como parte integrante de los mestizajes ocurridos en América Latina.

La poética de Pellicer es hija de una expresión que reconocía la asimilación racial de uno de los Méxicos ―el de la costa al Caribe, por el istmo de Tehuantepec, en la llanura del sureste de la región del golfo―, y la relación de armonía y plenitud entre el paisaje natural y el social que el poeta lleva con orgullo como identidad para aceptar la tradición de su pueblo, constituyó uno de los mayores atractivos de las prédicas nacionalistas de Vasconcelos. Si el poeta novohispano Rafael Landívar, autor del Rusticatio mexicana, fue el primero en marcar el acento de la vida rural de su región, precursor del sentimiento y el orgullo nacionalista, Pellicer, dentro de un proceso de interiorización y ya fuera de los rasgos románticos y modernistas del siglo xix, continuó ese legado, pero rompió con los estereotipos de entonces al concentrarse en una zona que nunca había tenido atención literaria en México: el trópico.

El principal tema, el más persistente y enfático, en la obra poética de Carlos Pellicer es el paisaje, debido a la circunstancia de haber nacido y vivido un largo período en el estado de Tabasco, tierra maya de selvas y ríos frente al mar Caribe, donde se asegura que se encuentra la sexta parte del agua de todo el país; esta condición hizo posible su perenne contacto con lo acuoso en todas sus manifestaciones: mar, río, arroyo, lago, lluvia, manantial, vapor, nubes, niebla…; la simbología del agua se reafirma en sus versos con certidumbre y esperanza de vida y libertad, y las crecidas de los caudalosos ríos Grijalva y Usumacinta, pertenecientes al principal sistema fluvial del estado, constituyen un anegamiento presente en su poética; ante este tropicalismo que tiene en cuenta sus contrastes de colores descriptivos, se muestra un camino de orgullo y de estimable rostro que no esconde su colorismo, sino que lo exhibe, aunque pueda parecer demasiado estridente frente al gris europeo, o quizás raro para la imagen desértica en que todavía regularmente se ha retratado a México.

El paisaje en esta obra tiene un vínculo reiterado con las artes visuales y nos recuerda que el poeta es también un artista plástico que nunca da por terminada su obra porque siempre, tal y como lo hace la naturaleza, necesita retocar o volver sobre ella para añadir algo más a su fresco, y no pocas veces se trata de un paisaje en movimiento, casi cinematográfico, que se mueve ante cada acontecimiento nuevo. Ha insistido tanto en la sinfonía del color, que llegó a nombrar a esa exaltación de las cosas naturales con una visión sensualista de la naturaleza, «naturacosa», un ingenioso neologismo capaz de transmitir impresiones sensoriales de euforia permanente.

Pellicer aprendió las primeras letras en Villahermosa, capital del estado de Tabasco, y después continuó estudios en México D. F., donde desplegó una intensa actividad educativa, cultural e investigativa. Conoció la violencia de la Decena Trágica, cuando su padre boticario se unió al ejército constitucionalista bajo el mando de Álvaro Obregón y la familia se fue trasladando a Xalapa, Mérida y Campeche. De vuelta a la capital, fue enviado a Colombia por el gobierno de Venustiano Carranza como líder de la Federación de Estudiantes Mexicanos, viaje que aprovechó para ampliar sus relaciones culturales y políticas. En 1920 conoció a José Vasconcelos, quien lo invitó a que fuera su secretario particular; esta oportunidad le abrió las puertas para recorrer nuestra América, a partir de contactos proporcionados por el estadista. Además de publicar su primer libro, fue un asiduo colaborador de revistas como Falange, Ulises y Contemporáneos; se ha repetido que era el menos contemporáneo de esta última publicación, quizás porque iba delante del resto.

José Ingenieros lo comisionó en 1929 para realizar estudios en Europa y otros países; luego de cursar museografía en la Sorbona, se convirtió en un temprano experto en la organización de museos en América Latina, gracias a lo cual hizo de México un país pionero en este tema en la región y dejó establecida la presencia en los museos de las culturas de los pueblos originarios. Esta labor le proporcionó una experiencia extraordinaria y exclusiva con la visualidad americana, que influyó decisivamente en su poética.

Por los años 30 participó como educador en las jornadas de alfabetización impulsadas por Vasconcelos y en 1943 fue nombrado director general de Bellas Artes. Pellicer regresó a Tabasco y allí reorganizó el museo del estado con doce salas de exhibición permanente y una transitoria, un auditorio y una biblioteca; así mismo, por los años 40 y 50 fundó otros museos en México, como el de Hermosillo, el olmeca de La Venta, el de Frida Kahlo, el de Anahuacalli, el arqueológico de Tepoztlán... La necesidad de profundizar en las cosmogonías de los ancestros americanos contribuyó a que pudiera comprender en su hondura a estos pueblos y manejar mejor sus códigos, que partían de un pensamiento filosófico binario: no se podía tratar la vida sin la muerte, y el agua y la tierra eran sus símbolos.

Un acercamiento a su poesía nos permite darnos cuenta de la importancia del agua como elemento ecuménico del paisaje, independientemente de la variedad de otras materias percibidas en sus viajes por América Latina. Su capacidad lírica para desarrollar estos temas y el enorme contenido que había acumulado para ello, hicieron posible que una buena parte de su poética se dedicara a resumir el paisaje en la personificación del agua como elemento de vida, alegría y libertad; sus versos lograron una poesía de exquisita sensualidad, que convertía las abstracciones de las palabras en olor, sabor, y, sobre todo, en plasticidad real; sus conocimientos antropológicos desplegados en la organización de los museos hicieron hablar a las piedras, y los testimonios recopilados por los indígenas mostraron su legado, por primera vez de modo tan coherente y desprejuiciado: estas circunstancias constituyeron una fuente importante para su creación poética y fueron expandidas en poemas en que estaba presente la ficción mágica y maravillosa del acervo de los antepasados de su pueblo.

En 1953 fue nombrado miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y en 1964 recibió el Premio Nacional de Literatura; fue un destacado profesor de Filosofía y Letras, así como un apasionado del estudio de las culturas indígenas, por lo que luchó intensamente por integrarlas a los programas de las universidades. Los reconocimientos alcanzados y las responsabilidades contraídas, unidos a sus contactos sistemáticos con el mundo, resultaron decisivos para que el “tabasqueño ilustre” reafirmara su condición de hibridez cosmopolita y para que se definiera como uno de los primeros intelectuales integrales de refinada imagen humanista, que enlazó el legado indígena al occidental, contribución significativa para la fraternidad latinoamericana y para la conciliación entre lo más decantado de la tradición y las rupturas propuestas por una modernidad que, en su caso, incorporaba cuidadosamente al discurso académico y poético, de hondo sentimiento de mexicanidad mestiza y apasionada vocación latinoamericanista y caribeña.

Siguiendo este itinerario, rechazó todo nacionalismo que menospreciara cualquier cultura dondequiera que estuviera, de la misma manera que defendió con orgullo su condición mestiza. Quizás por ello el también mexicano Gabriel Zaid haya afirmado rotundamente que fue “El más americano de nuestros poetas. El de obra más vasta y variada. Poesía de grandes monumentos y delicadas miniaturas. Nuestro primer poeta realmente moderno” (“Casa a la alegría”, en Antología. Carlos Pellicer. Fondo de Cultura Económica, México, 1969). Vasconcelos, en el citado prólogo a Piedra de sacrificios, ha exhortado con entusiasmo: “Hermanos de la gran familia internacional, acoged este libro de uno de los nuestros, guardadlo con amor, porque contiene palpitaciones de todos los ritmos de nuestra patria continental”.

Partiendo de la sistemática sensualidad de su poética paisajística, Pellicer se dirigió a la historia y a la vida social, en un acto de realización que vinculaba su discurso descriptivo natural con el tránsito hacia la emoción del ser y a la elaboración de una síntesis expresiva que invitaba al futuro: la fiesta del paisaje y la dignidad del ser humano que vive en él, fueron compromisos de rescate con la cultura de la “raza cósmica”, cuya proyección optimista mantuvo la fuerte raíz cristiana y el alimento de la paleta diversa de su fantasía.

Descifrando la fenomenología del color, escuchó la sinfonía humana del paisaje, por lo que el otro asunto que aparece y desaparece, pero que pese a su intermitencia siempre está en su obra, incluso desde su primer libro de poemas, es el heroico, especialmente relacionado con la forja y la personalidad de los próceres de la patria latinoamericana y caribeña. Unas veces trenzado con el paisaje y otras separado de él, lo épico acompañó esta dirección, completando o complementando naturales visiones de gran colorido de la región, junto a la exaltación de la grandeza de las culturas de los pueblos nativos del continente, el alcance de su continuada resistencia, y el valor de las campañas libradas por los padres fundadores de la independencia. Cuauhtémoc y Bolívar, conectados raramente para su época, constituyeron dos presencias importantes en sus poemas.

La sensualidad del paisaje concretó una pasión por defenderlo de manera libre e independiente, y de ahí su concepto revolucionario y cohesionador en un discurso de emoción lírica en que paisaje y reconocimiento a los líderes que lo defendieron, se aunaron en una síntesis que invitaba al futuro. Resultó coherente que esta poética se orientara hacia el compromiso con las causas sociales y políticas más justas, y que coincidiera con las posiciones políticas asumidas por sus coetáneos revolucionarios: denunció la intromisión de la política norteamericana en los asuntos latinoamericanos con un marcado y decidido antiimperialismo, fue defensor de la república española, se rebeló contra la dictadura de Juan Vicente Gómez en Venezuela, apoyó al independentismo de Puerto Rico, estuvo al lado de la Revolución cubana…

El tercer tema importante de su poética, también vinculado indisolublemente al paisaje, es la religión. Si bien la relación con el paisaje natural no sería más que el equilibrio necesario para aceptar el paisaje social, ello fue la primera puerta para adentrarse en otro compromiso, el de la fe religiosa, con el que podía vincularse al Cristo de los humildes. El poeta, en su obsesión por el agua en los paisajes, buscó el origen de su significado, y pronto halló su relación con la pureza cristiana; el sentido religioso de san Francisco de Asís lo conmovió tanto, que al franciscanismo se aferró como la manera más genuina de cumplir con la palabra de dios. Su obra fue ofrenda y deber religioso, y la aproximación bíblica de sus mensajes, se correspondía con su sinceridad cristiana. El sentido purificador de la integración entre el paisaje americano y su espiritualización religiosa, cobró cuerpo definitivo en una buena parte de su obra, especialmente en sus últimos poemas.

Militante católico, fiel a la tradición religiosa de su pueblo, todas las navidades animaba su fiesta con entusiasmo, organizando el montaje de su conocido Nacimiento, y así fue construyendo un poema que mantuvo continuidad año tras año, desde 1946 hasta 1976: “Cosillas para el nacimiento” fue una colección de breves textos que cerró con el verso definitivo de “contra el odio, el amor”. El espíritu de los místicos españoles, san Juan de la Cruz y fray Luis de León, y la evocación de la monja mexicana sor Juana Inés de la Cruz, reforzaron una obra de literalidad musical, y también mestiza, cuya atmósfera paisajística servía de escenario mayor a la presencia de la naturaleza en el rico arte popular relacionado con la pascua, que tiene encanto por fantasioso e ilustra una versión fantástica, poco ortodoxa, de lo católico. Los paisajes interactuaban con los textos y lo concreto de ellos se fundía a lo abstracto del pensamiento cristiano en un mismo símbolo de religiosidad singular, llamando al porvenir y coincidiendo con el mestizaje de la catolicidad que tanto promovió la chilena Gabriela Mistral.

Octavio Paz había detectado el origen de la poética de Pellicer: “El primer libro de Pellicer (1921) refleja el asombro ante la realidad del mundo. Este asombro no cesa: en 1966 la realidad lo entusiasma todavía” (prólogo a Poesía en movimiento, Editorial Siglo XXI, México, 1966). Para mantener este asombro recurrió a materias primarias: el agua, el aire, el fuego, la tierra… como una forma de identificarse con la materialidad primigenia del mundo, y esta elementalidad sustantiva, también mistraliana, la vinculó con la doctrina cristiana como proceso esencial de reafirmación de fe para enarbolar sus hondas concepciones religiosas transmitidas en la poesía.

Su coherencia argumental no desmiente su estilística al pasar de poemas del paisaje, heroicos y épicos, sociales y políticos, a los de intimidad religiosa. Quizás ello contribuya a liberarlo de los “ismos”, aunque clasifique en el espíritu de las vanguardias, porque se escapa de cualquier encasillamiento. Su cristianismo y catolicidad tienen un firme arraigo en la perspectiva de las mejores causas de las personas sencillas del pueblo, capaces de admirar con emoción la belleza del mundo. Y aunque pareciera muy extraño para estos años, el poeta mantuvo un firme fervor religioso junto a una inconmovible fe en la emancipación del ser humano por la revolución social; ahora resulta iluminador repasar las palabras que le expresó a Noemí Matamoros en una entrevista para el periódico Excelsior en 1977: “Entiendo por izquierda ayudar al pobre, porque Cristo vino al mundo para luchar por fregados”.

Su religiosidad fue altamente enfática y sincera hasta los últimos días de su vida; bien lo afirma León Guillermo Gutiérrez:
    Se puede decir que Carlos Pellicer abarcó todas las posibilidades temáticas de la poesía religiosa católica, en sus poemas encontramos la celebración, la patria adoratoria, la plegaria, el rito, la circunstancia, la devocional, pero sobre todo, la teofánica, que se refiere a la manifestación de Dios. En esta poesía cristocéntrica, Jesucristo, reconocido como único Dios se convierte en el leitmotiv, a lo largo de la poesía pelliceriana se presenta como niño-Dios; Dios-hombre; Dios-crucificado; Jesús-hijo de Dios; Jesús-Dios-resucitado; el cuerpo místico de Cristo incorporado a la naturaleza y Dios omnipresente y omnipotente. (“Prólogo” en Fervor desde el Trópico; poesía religiosa de Carlos Pellicer; Universidad Autónoma de Juárez de Tabasco, México, 2007).
En su obra se desplegaron todas sus pasiones: Colores en el mar y otros poemas (1921), dedicado a Ramón López Velarde, inauguró una poética de entusiasmo y ternura colorista por el mar; Piedra de sacrificios (1924), con el famoso prólogo de José Vasconcelos, fue el resultado de su viaje por América Latina y la conmoción causada por su paisaje y su cultura; 6, 7 poemas, publicado en ese mismo año, profundiza en el paisaje americano y en la sociedad, con poemas más largos y de mayor calado ideoestético; Hora y 20, de 1927, cuando era asiduo colaborador de la recién inaugurada revista Contemporáneos, reflejó también las experiencias de sus viajes; Camino (1929) se apartó un tanto de lo puramente descriptivo y ahondó en la elaboración conceptual de poemas en que relaciona la composición plástica de las ciudades y la música; Horas de junio (1937) fue otro salto frente a diversas formas de cantarle a la hermosura del mundo, esta vez enfatizando en el elemento simbólico del agua; en Exágonos y Recinto y otros poemas, los dos de 1941, se advierte la búsqueda paisajística entre los laberintos de la ciudad y el amor; Subordinaciones (1949) revela un mayor intimismo en nocturnos, sin abandonar sus paisajes con aguas; Práctica de vuelo (1956) subraya el tono de religiosidad que hasta ese momento había sido insinuado, siempre en plena armonía con el medio; Reincidencias (1961-1977) recoge lo último de su obra poética, con una mayor voluntad por reafirmar su identidad.

El valor sustantivo, a pesar de lo descriptivo, y la capacidad por la sugerencia, siempre huyendo de la verbosidad, revelan su dominio del verso con equilibrio y emoción, para penetrar y hacer suya una nueva encarnación de la sensibilidad del paisaje. Carlos Pellicer ha dialogado con su mundo desde una mexicanidad profunda, crecida hacia una de las americanidades más imitadas por poetas que vinieron después.

En 1967 viajó a Cuba para participar en el Encuentro con Rubén Darío, organizado por la Casa de las Américas. Precisamente a instancias suyas y por una propuesta que hizo en ese encuentro, fue creado el Centro de Investigaciones Literarias de la propia institución, con el objetivo de estudiar sistemáticamente la literatura latinoamericana y caribeña, aspecto bien raro en esa época, pues ni siquiera el concepto se había aceptado del todo, y solo se estaba imponiendo a partir de la experiencia del Boom.

Esta iniciativa de Pellicer fue acogida con entusiasmo por Haydee Santamaría, presidenta de la Casa de las Américas, quien propuso para dirigir el Centro de Investigaciones Literarias al escritor uruguayo Mario Benedetti, por entonces exiliado en Cuba; desde entonces el CIL ha contribuido a estudiar y promover la literatura de nuestra América, y esa tal vez sea la más hermosa huella del poeta mexicano en Cuba.

En 1975 viajó por última vez a la Isla, ofreció diversas charlas y adquirió nuevos amigos. En 1982, la Colección Literatura Latinoamericana de la Casa publicó Poesía, una selección de la obra de Pellicer a cargo de José Prats Sariol, quien también realizó un amplio estudio sobre sus versos.

La obra poética de Carlos Pellicer está necesitada de una revisitación ante un injusto silencio fuera de sus tierras. Nadie como él fundió lo sensorial y lo conceptual en versos de existencia e historia, compromiso y religiosidad, bajo el apasionamiento de los paisajes y cargados de futuridad; nadie como él le cantó con tanta vehemencia, recurrencia y color al mar Caribe, cinta de comunicación de tantas culturas mestizas. Paisaje, justicia y espiritualidad se fundieron en un verso que con el paso del tiempo le dio la razón a Vasconcelos cuando soñaba predicar una “religión del paisaje”.

Tomado de Cubarte
 
 
Tomado de La Ventana
 
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