Tuesday, May 5, 2015





ANASTASIA

Anastasia es el nombre de una hermosa flor silvestre de color azul violáceo con cuatro pétalos y el centro amarillento, que fue modificada genéticamente a principios del siglo XX por un científico ruso para que sobreviviera a los rigores del invierno, alargando con ello su belleza. Pero Anastasia es también el nombre de una cellista rusa que conocí en un aeropuerto de la ciudad de Viena una mañana primaveral, mientras me dirigía a París.

Estaba sentada en un área aislada de la terminal, con un vestido de color esmeralda torneando sus piernas y usaba una bufanda de color rojo tenue, acompañada por un violonchelo. Intenté no ser muy obvio en cuanto a mi atracción hacia ella, pero me resultó imposible. A pesar de la multitud de muchachas austriacas que impregnaban con su perfume y risas todo el lugar, Anastasia era el centro gravitacional de mi cosmos, de mi visión de lo bello, el aquí y el ahora, su encarnación. Según mi punto de vista era aquella flor rusa que crece en la primavera en las sabanas de La Siberia. No dudé de que sus padres le pusieron ese hermoso nombre para reproducir la belleza de la flor, capaz de resistir las bajas temperaturas, como ella se resistía a los embates del tiempo, conservándose hermosamente en la gracia de sus sensuales labios, y en la profundidad marina de sus ojos. 


La presencia de Anastasia era todo lo que mis sentidos concebían. Mi cerebro no proyectaba otra cosa que la mística combinación de los colores, la evasiva presencia de sus ojos eslavos en mis ojos, y el control que ella ejercía sobre tan melancólico instrumento musical.

No quise acercarme para no destruir la fuerza pasional que su presencia ejerció sobre mí, sin ella estar consciente. Rogué porque ese momento se perpetuara como la eternidad, como el mismo tiempo, como la vastedad de lo que nos excede, el universo. Finalmente vi que se puso de pies, con elegancia suprema y el vestido de color verde esmeralda adherido a su figura como una segunda piel, convirtiéndola en una incuestionable diosa, al menos en mi Parnaso. En ese instante sentí que la respiración me dejaba, que un pedazo del cosmos se desprendía del universo. 


Poniéndome en movimiento, rumbo al avión, me acerqué llamándola por su celestial nombre, ella sintió el impacto de mi voz penetrando en su individualidad, en medio del caos del aeropuerto. Sonrió con cortesía y me preguntó que si nos conocíamos, le respondí, que de toda una vida condensada a un encuentro fortuito ensamblado por el destino. Sonrió y sin perder en ningún momento la elegancia en sus labios, me preguntó por el destino final de mi viaje, le respondí, que en su compañía, cualquier lugar era el cielo. He notado que, en ese momento, se puso algo reflexiva, antes de pronunciar la próxima palabra, como si lo expresado por mí, hiriera el nervio de su pasado, respondió, finalmente, que ese es el destino de todos. Entonces nuestra conversación cambió de color, de matiz, haciéndose más íntima, más humana, de esta tierra de mortales criaturas, y ambos colocamos nuestros pies en el suelo, después de escuchar la voz de la terminal urgiendo a los pasajeros a abordar el próximo vuelo. 


Dos horas más tarde, el tiempo que tomó nuestro vuelo, me ofrecí a acompañarla a recoger las valijas, y ella agradeció mi ofrecimiento. Desde entonces me he convertido en la pradera en donde crece la flor rusa. Su belleza embellece mi vida, recordando a cada momento aquel encuentro nuestro en la terminal, aquel particular vestido color esmeralda y la bufanda de color rojo tenue, con tan nostálgico y melancólico instrumento en sus manos, y vivo ese instante, con la intensidad de toda una vida colgada de unos ojos marinos, y de su sedosa cabellera rubia. En fin, que, es de esa belleza que se rehúsa a abandonarnos, y de hacerlo, nos sumimos en la locura, sin el colorido de su encanto hechizando la crudeza de nuestros sentidos.

Daniel Montoly 

Obra del pintor ruso Alexei Von Jawlensky 
 
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