Para Ángel González
Al morir un poeta, las nubes se preñan
con lloriqueos oficiales;
las ramas de los árboles
visten laudos blancos
para su investidura
de Honor y Causa póstuma.
Sus coetáneos se lanzan al ruedo
a morder el polvo,
como kamikazes
arrancándose las túnicas
ante el fenecido, y su viuda;
pero quien de verdad
repara en la pérdida
es la palabra.
Porque pierde a un padre,
hermano,
madre,
hermana o tío.
Ese alguien ante quien
nunca temió desnudarle
sus sentidos.
El insomne escudero
de sus largas noches
de parrandas.
Cuando muere un poeta,
hay una falsa alarma,
porque sólo los poetas
demuestran la resurrección
de los muertos,
con la remoción
de las piedras de sus espaldas.
©Daniel Montoly